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martes, 3 de septiembre de 2013

Capítulo 1

 



Daphne la Conejita estaba admiran­do su reluciente esmalte violeta de uñas cuando Benny el Tejón pasó zumbando montado en su bicicleta de montaña roja y la hizo caer de cuatro patas.

-¡Maldito tejón fastidioso! -excla­mó-.Alguien tendría que desinflarte las ruedas.

 

 

DAPHNE SE CAE DE BRUCES

 

 

El día que Peter Lanzani estuvo a punto de matarla, Lali Esposito renunció para siempre al amor no corres­pondido.

Estaba esquivando las placas de hielo del aparcamiento de las oficinas de los Chicago Stars cuando Peter salió ru­giendo de la nada en su novísimo Ferrari 355 Spider de co­lor rojo valorado en 140.000 dólares. El coche, envuelto en el sonido chirriante de los frenos y el rugido del motor, do­bló la esquina salpicando fango. Mientras intentaba esqui­varlo, Lali perdió el equilibrio, topó con el guardabarros del Lexus de su cuñado y cayó entre una nube de gases del tubo de escape.

Peter Lanzani ni siquiera redujo la velocidad.

Lali se quedó mirando cómo se alejaban las luces tra­seras, apretó los dientes y se puso en pie. Una de las perne­ras de sus carísimo pantalones Comme des Garlons se ha­bía manchado de nieve sucia y barro, su bolso Prada estaba hecho un asco y una de sus botas italianas tenía un arañazo.

-¡Maldito futbolista fastidioso! -murmuró entre dien­tes-. Alguien tendría que desinflarte las pelotas.

¡Él ni siquiera la había visto, y por descontado no se ha­bía fijado en que había estado a punto de matarla! Aunque, por supuesto, eso no era ninguna novedad. Peter Lanzani no se había fijado en ella desde que empezó a jugar en el equi­po de fútbol de los Chicago Stars.

 

 

 

Daphne se sacudió el polvo de la pelusa de su colita de algodón, se limpió el fango de sus brillantes escarpi­nes azules y decidió comprarse el par de patines más rá­pidos del mundo. Tan rápidos como para poder atrapar a Benny y su bicicleta de montaña...

 

Lali contempló durante unos pocos segundos la po­sibilidad de perseguir a Peter en el Volkswagen Escaraba­jo de color chartreuse que se había comprado tras vender su mercedes, pero ni siquiera su fértil imaginación podía conjurar una conclusión satisfactoria para aquella escena. Mientras se dirigía a la entrada principal de las oficinas de los Stars, sacudió la cabeza avergonzada de sí misma. Ese tipo era atolondrado y superficial, y sólo le importaba el fútbol. Punto: se habían acabado los amores no correspon­didos.

No es que fuera realmente amor lo que sentía por aquel patán. Más bien se trataba de un patético encaprichamiento, cosa que podría ser excusable a los dieciséis años, pero que resultaba ridícula en una mujer de veintisiete años con prác­ticamente el coeficiente intelectual de un genio.

Vaya genio.

Una ráfaga de aire caliente la envolvió mientras se dis­ponía a cruzar la serie de puertas de cristal que, decoradas con el escudo del equipo, consistente en tres estrellas doradas su­perpuestas sobre un óvalo azul celeste, conducían al vestí­bulo. Lali ya no pasaba en las oficinas de los Chicago Stars tanto tiempo como lo había hecho cuando todavía iba al ins­tituto. Incluso entonces se sentía como una extraña. Era una romántica empedernida, y realmente prefería leer una buena novela o perderse en un museo que ver deportes de contacto. Naturalmente era una acérrima aficionada de los Stars, pero su lealtad era más producto de su entorno familiar que de una inclinación natural. El sudor, la sangre y el choque violento de hombreras eran algo tan extraño para su naturaleza como... bueno... como Peter Lanzani.

-¡Tía Lali!

-¡Te estábamos esperando!

-¡No te imaginarías nunca lo que ha ocurrido!

Lali sonrió mientras sus hermosas sobrinas de once años entraban corriendo en el vestíbulo, con sus rubias me­lenas al viento.

Tess y Julie parecían versiones en miniatura de su madre, Cande, la hermana mayor de Lali. Las niñas eran mellizas idénticas, aunque Tess llevaba unos vaqueros y una camise­ta holgada de los Stars, y Julie iba enfundada en unos estre­chos pantalones negros y un jersey rosa. Ambas eran atléti­cas, pero a Julie le encantaba el ballet y Tess triunfaba con los deportes en equipo. Gracias a su naturaleza alegre y opti­mista, las mellizas Sierra eran muy populares entre sus compañeros de clase; sus padres, en cambio, vivían con el co­razón en un puño, ya que ninguna de las dos niñas rechaza­ba jamás un desafío.

Las niñas se detuvieron de pronto soltando un chillido. Fuera lo que fuera lo que querían contarle a su tía Lali, se les fue de la cabeza en cuanto vieron su pelo.

-¡Dios mío, es rojo!

-¡Rojísimo!

-¡Es genial! ¿Por qué no nos lo habías dicho?

-Fue una especie de impulso -contestó Lali.

-¡Yo también me teñiré el pelo así! -anunció Julie.

-No es una gran idea -dijo Lali enseguida-. Bue­no, ¿qué era eso que ibais a decirme?

-Papá está como loco -declaró Tess con los ojos muy abiertos.

Julie abrió los ojos aún más.

-El tío Ron y él han vuelto a discutir con Peter. Aunque minutos antes le había dado la espalda para siempre al amor no correspondido, Lali aguzó los oídos.

-¿Qué ha hecho Peter? Además de estar a punto de atropellarme, claro.

-¿Eso ha hecho?

-No importa. Contadme. Julie tomó aire.

-Se fue a Denver a saltar en caída libre antes del partido contra los Broncos.

-Dios mío... -dijo Lali con el corazón encogido.

-¡Papá acaba de enterarse y le ha multado con diez mil dólares!

-Vaya.

Que Lali supiera, era la primera vez que multaban a Peter. Las temeridades impropias del quarterback habían empezado antes del inicio de la pretemporada, en julio, cuan­do se había aventurado a participar en una carrera de motocross  para aficionados y había acabado con un esguince de muñeca. Era impropio de él hacer nada que pudiera poner en peligro su rendimiento en el campo, así que todo el mun­do se había mostrado comprensivo, especialmente Agus, que consideraba a Peter un consumado profesional.

La actitud de Agus, sin embargo, había empezado a cam­biar cuando le habían llegado rumores de que durante la tem­porada regular Peter había estado practicando el parapente en Monument Valley. Poco después de eso, el futbolista se había comprado el potentísimo Ferrari Spider que había he­cho caer a Lali en el aparcamiento. Al siguiente mes, el Sun-Times había informado de que Peter había salido de Chicago, tras la charla del lunes posterior al partido, para vo­lar hasta Idaho a practicar el esquí acuático con parapente en Sun Valley. Como Peter no había sufrido ningún daño, Agus sólo le había advertido. Pero era evidente que el reciente in­cidente con el salto en caída libre había colmado el vaso de la paciencia de su cuñado.

-Papá se pasa el día gritando, pero nunca le había oído gritarle a Peter hasta hoy -informó Tess-. Y Peter le ha contestado gritando. Le ha dicho que ya sabía lo que se hacía y que no se había lesionado y que papá no tenía por qué me­terse en su vida privada.

Lali hizo una mueca de dolor.

-Seguro que eso no le ha gustado a tu padre.

-Entonces sí que ha gritado -dijo Julie-. El tío Ron ha intentado calmarles, pero ha entrado el entrenador y tam­bién se ha puesto a gritar.

Lali sabía que su hermana Cande sentía aversión por los gritos.

-¿Qué ha hecho tu madre?

-Se ha encerrado en su despacho a escuchar a Alanis Morissette.

Probablemente había sido una buena idea.

Las interrumpió el martilleo de unas zapatillas deporti­vas: el sobrino de cinco años, Andrew, acababa de doblar la esquina al galope, casi como el Ferrari de Peter.

-¡Tía Lali! ¿Sabes qué? -dijo abrazándose a sus ro­dillas-. Todo el mundo gritaba y me duelen las orejas.

Como Andrew había sido bendecido no sólo con la bue­na presencia de su padre, sino también con la voz retumbante de Agus Sierra, Lali tuvo serias dudas acerca de la afir­mación de su sobrino. Aun así, le acarició la cabeza.

-Pobrecito...

Él la miró con ojos afligidos.

-Y Peter estaba taaaaan enfadado con papá, el tío Ron y el entrenador, que ha dicho una palabrota.

-Pues no debería haberlo hecho.

-¡Dos veces!

-Santo cielo... -dijo Lali, reprimiendo una sonrisa. Los niños Sierra pasaban tanto tiempo en las oficinas de un equipo de la NFL, la Liga Nacional de Fútbol, que, aun­que las normas de la familia eran claras, acababan escuchan­do más obscenidades de la cuenta. Un lenguaje inadecuado en el hogar de los Sierra conllevaba multas muy severas, aunque no tanto como los diez mil dólares de Peter.

Lali no podía entenderlo. Una de las cosas que más de­testaba de su encaprichamiento -su ex encaprichamiento-­ por Peter era el hecho de que se tratara de Peter, el hombre más superficial del planeta. Lo único que le importaba era el fútbol. El fútbol y una interminable retahíla de modelos in­ternacionales de rostro inexpresivo. ¿Dónde las conocía? ¿En la web sin personalidad.com ?

-Hola, tía Lali.

Al contrario que sus hermanos, Hannah, de ocho años, se acercó a Lali pausadamente, sin correr. Aunque Lali amaba a los cuatro niños por igual, había en su corazón un lugar especial para esa vulnerable hija mediana que no tenía ni la capacidad atlética de sus hermanas ni su infinita auto­estima. Al contrario, era una romántica soñadora, una de­voradora de libros excesivamente sensible e imaginativa, con un gran talento para el dibujo, igual que su tía.

-Me gusta tu peinado.

-Gracias.

Sus perspicaces ojos grises observaron lo que sus her­manas no habían notado: las manchas de barro en los panta­lones de Lali.

-¿Qué te ha pasado?

-He resbalado en el aparcamiento. Nada grave. -Hannah se mordisqueó el labio inferior.

-¿Ya te han contado lo de la discusión entre Peter y papá?

Se la veía triste, y Lali podía imaginarse muy bien por qué. Peter visitaba la casa de los Sierra de vez en cuan­do, y, como su atolondrada tía, la niña de ocho años se había encaprichado con él. Pero, a diferencia de Lali, el amor que sentía Hannah era puro.

Como Andrew seguía abrazado a sus rodillas, Lali le tendió un brazo a su sobrina, y Hannah se apresuró a acu­rrucarse junto a ella.

-La gente tiene que atenerse a las consecuencias de sus actos, cariño, y eso incluye a Peter.

-¿Qué crees que hará? -susurró Hannah.

Lali estaba bastante segura de que se consolaría en bra­zos de alguna modelo con un escaso dominio del inglés y un profuso dominio de las artes eróticas.

-Estoy segura de que estará bien en cuanto se le pase el enfado.

-Tengo miedo de que haga alguna tontería.

Lali apartó delicadamente del rostro de Hannah un mechón de sus cabellos castaños y preguntó:

-¿Como hacer esquí acuático con parapente el día an­tes del partido contra los Broncos?

-No debió de pensarlo.

Lali dudó que el minúsculo cerebro de Peter tuviera la capacidad para pensar en algo que no fuera el fútbol, pero no compartió esa observación con Hannah.

-Tengo que hablar un momento con tu mamá; luego tú y yo podremos irnos.

-Después de Hannah me toca a mí -recordó Andrew tras soltarle finalmente las piernas.

-No lo he olvidado.

Los niños se turnaban para pasar la noche en el peque­ño piso que Lali tenía en la costa norte. Normalmente se quedaban con ella los fines de semana y no un martes por la noche, pero los profesores celebraban al día siguiente un día de formación interna y Lali consideró que Hannah nece­sitaba una atención especial.

-Coge tu mochila. No tardaré.

Lali dejó a los niños atrás y avanzó por un pasillo lle­no de fotografías que marcaban la historia de los Chicago Stars. En primer lugar estaba el retrato de su padre, y vio que su hermana había repasado los cuernos negros que le había pintado hacía años sobre la cabeza. Bert Esposito, el fundador de los Chicago Stars, llevaba años muerto, pero su crueldad todavía sobrevivía en los recuerdos de sus dos hijas.

A continuación venía un retrato formal de Cande Esposito Sierra, actual propietaria de los Stars, y luego una fotografía de su marido, Agus Sierra, en sus tiempos de primer entrenador, mucho antes de convertirse en el presi­dente del equipo. Lali le dedicó una sonrisa afectuosa a su temperamental cuñado. Agus y Cande la habían criado des­de que tenía quince años, e incluso en su peor momento ha­bían sido mejores padres que Bert Esposito en su día más afortunado.

También había una foto de Ron McDermitt, director ge­neral de los Stars desde hacía tiempo, y tío Ron para los ni­ños. Cande, Agus y Ron se esforzaban mucho por conciliar el absorbente trabajo de dirigir un equipo de la NFL con la vida familiar. A lo largo de los años, la cuestión había impli­cado varias reorganizaciones, una de las cuales había lleva­do a Agus de regreso a los Stars tras haber permanecido una temporada alejado del equipo.

Lali hizo una parada rápida en el aseo. Mientras ple­gaba su abrigo sobre la pila, le dio un vistazo crítico a su pelo. Aunque el pelo corto ligeramente desigual le hacía re­saltar más los ojos, no había acabado de quedar satisfecha con el cambio, de modo que decidió cambiar el tono casta­ño oscuro natural de su pelo por un rojo particularmente chi­llón. Parecía un cardenal.

Al menos, el color del pelo le daba un cierto brillo a sus rasgos más bien corrientes. No es que estuviera contenta de su aspecto. Tenía una nariz que estaba bien y una boca que no estaba mal. Su cuerpo, ni demasiado delgado ni de­masiado gordo, estaba sano y era funcional, cosa que agra­decía. Una mirada a sus pechos confirmó algo que había aceptado hacía mucho tiempo: para ser hija de una corista, no daba la talla.

Sus ojos, en cambio, eran bonitos, ligeramente rasgados, y le gustaba creer que ese sesgo le daba a su rostro un aire misterioso. Cuando era niña, solía cubrirse la mitad inferior de la cara con una enagua, a modo de velo, y fingía ser una hermosa espía árabe.

Con un suspiro, se frotó los restos de barro de sus viejos pantalones Comme des Garcons y luego cepilló su querido aunque estropeado bolso Prada. Después de hacer todo lo que pudo, cogió el abrigo marrón acolchado que se había comprado en Target y se dirigió al despacho de su hermana.

Era la primera semana de diciembre, y parte del perso­nal había empezado a colocar los adornos navideños. En la puerta de su despacho, Cande había colgado un dibujo que Lali había hecho de pequeña: era Santa Claus vestido con el uniforme de los Stars. Lali asomó la cabeza por la puerta.

-Ya está aquí la tía Lali.

Los brazaletes de oro retintinearon cuando su despam­panante y rubia hermana mayor dejó caer el bolígrafo.

-Gracias a Dios. Un poco de cordura, eso es justamente lo que nece... ¡Cielo santo! ¿Qué te has hecho en el pelo?

Cande, con su sedoso cabello castaño claro, sus ojos ám­bar y un tipazo de muerte, tenía el mismo aspecto que hu­biera tenido Marilyn Monroe si hubiera llegado a los cua­renta, aunque a Lali le costaba imaginarse a Marilyn con una mancha de mermelada de uva en la blusa de seda. Hicie­ra lo que hiciera, Lali no sería nunca tan guapa como su hermana, aunque no le importaba. Poca gente sabía los ma­los ratos que aquel cuerpo exuberante y su belleza de vam­piresa le habían hecho pasar a Cande de más joven.

-No, Lali... otra vez no.

Al ver la consternación en la mirada de su hermana, Lali lamentó no haberse puesto un sombrero.

-Tranquilízate, ¿quieres? No va a pasar nada.

-¿Cómo voy a tranquilizarme? Cada vez que te haces algo drástico en el pelo, tenemos otro incidente.

-Ya hace tiempo que dejé atrás los incidentes -suspi­ró Lali-. Esto ha sido simplemente cosmético.

-No te creo. Estás a punto de cometer otra locura, ¿ver­dad?

-¡No! -respondió Lali, pensando que si lo repetía frecuentemente tal vez lograría convencerse a sí misma.

-Sólo tenías diez años -murmuró Cande entre dien­tes-. Eras la niña más brillante y modosita del internado. Entonces, sin saberse por qué, te cortaste el flequillo y tiras­te una bomba fétida en el comedor.

-Aquello sólo fue un experimento de química de una niña dotada.

-Trece años. Tranquila. Estudiosa. Sin ningún paso en falso desde el incidente de la bomba fétida. Hasta que em­pezaste a ponerte polvos de gelatina de uva en el pelo. Y, abra­cadabra, ¡cambio! Empaquetas los trofeos del instituto de Bert, llamas a una empresa de basureros y haces que se los lleven.

-Eso te gustó cuando te lo conté. Admítelo.

Pero Cande estaba disparada, y no iba a admitir nada.

-Pasan cuatro años. Cuatro años de comportamien­to modélico y grandes logros escolares. Agus y yo te hemos acogido en nuestra casa y en nuestros corazones. Eres alum­na del último año, casi a punto de preparar tu discurso de despedida. Tienes un hogar estable, gente que te quiere... Eres vicepresidenta del Consejo de Estudiantes... Por tanto, ¿por qué iba a preocuparme porque te tiñeras el pelo a rayas azules y naranjas?

-Eran los colores de la escuela-dijo Lali con un hilo de voz.

-¡Y me llaman de la policía diciéndome que mi herma­na, mi hermana estudiosa, talentuda, y ciudadana del mes, ha accionado deliberadamente una alarma de incendios duran­te la hora de la comida! ¡Se acabaron las pequeñas diabluras de nuestra Lali! Ya no... ¡Había pasado directamente a un delito de segundo grado!

Era la cosa más miserable que había hecho Lali en su vida. Había traicionado a la gente que la quería, e incluso des­pués de un año de supervisión judicial y muchas horas de ser­vicio comunitario, no había logrado entender el porqué. No lo comprendió hasta más tarde, durante su segundo año de estudiante en Northwestern.

Había sido en primavera, justo antes de los exámenes fi­nales. Lali estaba inquieta y era incapaz de concentrarse.

En lugar de estudiar, leía montones de novelas románticas, dibujaba o se miraba el pelo en el espejo y suspiraba por algo prerrafaelita. Ni siquiera utilizar su paga en algunas exten­siones para el pelo había calmado su desasosiego. Entonces, un día, al salir de la librería de su facultad, descubrió en su bolso una calculadora por la que no había pagado.

Su reacción fue entonces mucho más inteligente que la que había tenido en sus tiempos de instituto: volvió co­rriendo a devolverla y se dirigió a la oficina de ayuda so­ciopsicológica de Northwestern.

De pronto Cande se puso en pie e interrumpió los pen­samientos de Lali:

-Y la última vez...

Lali dio un paso atrás, aunque de hecho ya sabía a don­de iba a ir a parar Cande.

- … la última vez que te hiciste algo drástico en el pelo, ese horroroso corte de pelo al rape, hace un par de años...

-No era horroroso, era la moda.

Cande apretó los dientes.

-¡La última vez que te hiciste algo tan drástico, te des­prendiste de quince millones de dólares!

-Vale... Pero lo del pelo al rape fue pura coincidencia.

-¡Ja!

Por quincemillonésima vez, Lali explicó por qué lo ha­bía hecho.

-El dinero de Bert me estaba estrangulando. Tenía que romper definitivamente con el pasado para poder vivir mi propia vida.

-¡Una vida de pobre!

Lali sonrió. Aunque Cande no lo admitiría nunca, comprendía perfectamente por qué Lali había donado su herencia.

-Míralo por el lado positivo. Apenas nadie sabe que me desprendí de mi dinero. Sólo creen que soy una excéntrica por conducir un Escarabajo de segunda mano y vivir en un piso pequeño como una caja de zapatos.

-Un piso que tú adoras.

Lali ni siquiera intentó negarlo. Su loft era su posesión más preciada, y le encantaba saber que se ganaba el dinero con el que pagaba la hipoteca cada mes. Sólo alguien que hu­biera crecido sin un hogar que fuera auténticamente suyo podía comprender lo que significaba para ella.

Decidió cambiar de tema antes de que Cande volviera a la carga.

-Tus peques me han dicho que Agus le ha impuesto una multa de diez mil dólares al señor Superficial.

-Preferiría que no le llamaras así. Peter no es superfi­cial, sólo es...

-¿Carente de interés?

-Sinceramente, Lali, no sé por qué le detestas tanto. ¡Si apenas habréis intercambiado una docena de palabras du­rante estos años!

-Por definición. Evito a la gente que sólo habla de fútbol.

-Si le conocieras mejor, le adorarías tanto como yo.

-¿No te resulta fascinante que salga sobre todo con mu­jeres con un inglés limitado? Aunque supongo que eso evi­ta que algo tan tonto como una conversación interfiera con el sexo.

Cande se rió a su pesar.

Aunque Lali lo compartía casi todo con su hermana, no le había confesado su encaprichamiento por el quarter­back de los Stars. No solo porque habría sido humillante, si­no porque Cande se lo habría contado a Agus y él se habría puesto como una moto. Decir que su cuñado era algo pro­tector con Lali sería quedarse muy corto: no quería que se le acercase ningún deportista, a menos que estuviese feliz­mente casado o fuese gay.

En ese momento, el protagonista de sus pensamientos en­tró en la habitación. Agus Sierra era alto, castaño y elegante. La edad le había tratado amablemente, y en los doce años que hacía que Lali le conocía, las arrugas que habían ido apare­ciendo en su rostro viril sólo le habían aportado carácter. Su presencia bastaba para llenar una habitación: era el reflejo de la perfecta autoestima de alguien que sabe lo que quiere.

Agus era el primer entrenador cuando Cande heredó los Stars. Desafortunadamente, ella no sabía nada sobre fútbol y él le declaró inmediatamente la guerra. Sus primeras bata­llas habían sido tan feroces que Ron McDermitt había llega­do a suspender a Agus por insultarla; su ira, sin embargo, no tardó en convertirse en algo totalmente diferente.

Lali consideraba la historia de amor de Cande y Agus como material de leyenda, y hacía mucho tiempo había de­cidido que, si no podía tener lo mismo que compartían su hermana y su cuñado, no quería nada. Sólo una Gran His­toria de Amor satisfaría a Lali, y eso era tan probable como que Agus le retirase la multa a Peter.

Su cuñado le pasó automáticamente un brazo por detrás de los hombros. Cuando Agus estaba con su familia, siempre tenía el brazo detrás de los hombros de alguien. Lali sin­tió una punzada en el corazón. Con los años había salido con un montón de chicos decentes e incluso había intenta­do convencerse de que se había enamorado de uno o dos de ellos, pero su enamoramiento se había evaporado en el mo­mento de darse cuenta de que no podrían llenar ni por aso­mo la gigantesca sombra proyectada por su cuñado. Empe­zaba a sospechar que nadie lo lograría jamás.

-Cande, ya sé que Peter te cae bien, pero esta vez ha ido demasiado lejos -dijo Agus. Su acento de Alabama, len­to y pesado, se volvía más denso cuando se enfadaba, y en ese momento goteaba melaza.

-Eso es lo que dijiste la última vez -replicó Cande-. Y a ti también te cae bien.

-¡No lo comprendo! Jugar con los Stars es la cosa más importante en la vida. ¿Por qué se esfuerza tanto en arrui­narlo?

Cande sonrió con dulzura y respondió:

-Probablemente tú puedas responder a eso mejor que ningún otro, ya que también fuiste una auténtica ruina has­ta que llegué yo.

-Debes de estar confundiéndome con otra persona.

Cande se rió, y la mirada colérica de Agus dio paso a esa sonrisa entrañable que Lali había presenciado miles de ve­ces y había envidiado otras tantas. Luego la sonrisa se des­vaneció.

-Si no le conociese mejor, diría que le persigue el dia­blo -dijo entonces Agus.

-Diablos -interpuso Lali-, todos con acento ex­tranjero y grandes tetas.

-Eso es lo que tiene ser jugador de fútbol: no lo olvides jamás -repuso Agus.

Lali no quería oír nada más de Peter, así que tras dar­le a Agus un beso rápido en la mejilla, dijo:

-Hannah me espera. Os la devolveré mañana a última hora de la tarde.

-No le dejes leer los periódicos de la mañana.

-No lo haré.

Hannah se entristecía cuando los periódicos no habla­ban bien de los Stars, y la multa que se le había impuesto a Peter sin duda iba a suscitar polémica.

Lali dijo adiós con la mano, recogió a Hannah, besó a las mellizas y a Andrew y emprendió el camino hacia su casa. La autopista de peaje este-oeste empezaba a saturarse con el tráfico de hora punta, y Lali supo que tardaría algo más de una hora en llegar a Evanston, el pueblo de la costa norte que era tanto la ubicación de su alma máter como de su casa actual.

-¡Slytherin! -le gritó a un tipo que le cortó el paso.

-¡Sucio y asqueroso slytherin! -añadió Hannah.

Lali rió para sí. Los slytherins eran los niños malos de los libros de Harry Potter, y Lali había convertido esa pa­labra en un práctico insulto de nivel G. Le había hecho mu­cha gracia que Cande y más tarde Agus empezasen a utilizar­lo. Mientras Hannah comenzaba a explicarle cómo le había ido el día, Lali se encontró recordando su conversación con Cande y los años posteriores al cobro de su herencia.


El testamento de Bert le había dejado a Cande los Chi­cago Stars. Lo que quedaba de sus bienes tras una serie de malas inversiones había sido para Lali. Como ella era me­nor de edad, Cande se había hecho cargo del dinero y lo convirtió en quince millones de dólares. Finalmente, a los veintiún años, Lali, ya emancipada y con un flamante tí­tulo de periodismo, se había hecho con el control de su he­rencia y había empezado a vivir la gran vida en un aparta­mento de lujo en la Costa Dorada de Chicago.

El lugar era estéril, y sus vecinos mucho mayores que ella, pero tardó bastante en darse cuenta de que había come­tido una equivocación. Hasta entonces se dio el gusto de comprarse la ropa de diseño que más le gustaba y de hacer regalos a todas sus amistades, además de adquirir para ella un coche de los caros. Pero, un año después, tuvo que admi­tir finalmente que la vida de rica ociosa no estaba hecha para ella. Estaba acostumbrada al esfuerzo, tanto en los estudios como en esos empleos de verano en los que Agus había insis­tido en que trabajase, así que aceptó un puesto en un perió­dico.

El trabajo la mantenía ocupada, pero no era lo bastante creativo como para que se sintiese realizada, así que empezó a tener la sensación de estar jugando a la vida en lugar de vivir­la realmente. Finalmente, decidió dejar el empleo para poder concentrarse en la épica saga romántica que siempre había so­ñado con escribir. En lugar de eso, se encontró dedicándose a las historias que inventaba para las niñas Sierra, cuen­tos sobre una conejita presumida que vestía a la última mo­da, vivía en una casita de campo en un rincón del Bosque del Ruiseñor y se pasaba el día metiéndose en líos.

Había empezado a pasar las historias a papel, y luego a ilustrarlas con los divertidos dibujos que había hecho toda su vida, pero que nunca se había tomado en serio. Utilizan­do pluma y tinta y pintando luego los bocetos con colores acrílicos brillantes, Lali vio cómo cobraban vida Daphne y sus amigos.

Tuvo una enorme alegría cuando Birdcage Press, una pe­queña editorial de Chicago, compró su primer libro, Daphne dice hola, aunque el dinero que le habían adelantado apenas cubría el envío. Aun así, por fin había encontrado una colo­cación. Sin embargo, su formidable riqueza no le permitía tomarse su trabajo como una vocación, sino más bien como un entretenimiento, y seguía sintiéndose insatisfecha. Su de­sasosiego aumentó. Detestaba su apartamento, su ropero, su peinado... No bastó con cortarse el pelo al rape y teñírselo de colores llamativos.

Tenía que tirar de una alarma de incendios.

Una vez dejados atrás aquellos días, se encontró en el despacho de su abogado, diciéndole que quería donar todo su dinero a una fundación para niños marginados. Su abo­gado se quedó pasmado. Sin embargo, ella se sintió comple­tamente satisfecha por primera vez desde que había cumpli­do los veintiuno. Cande había tenido la oportunidad de demostrar lo que valía al heredar los Stars, pero Lali nun­ca había tenido esa posibilidad. Ahora la tendría. Una vez fir­mados los papeles, se sintió ligera como una pluma, y libre.

-Me encanta este lugar -dijo Hannah con un suspiro mientras Lali abría la puerta de su diminuto loft, ubicado en un segundo piso a unos pocos minutos a pie del centro de Evanston. Lali también suspiró de placer. No había pasa­do mucho rato fuera, pero siempre se sentía feliz al entrar en su casa.

Todos los pequeños Sierra consideraban el loft de su tía Lali como el lugar más fantástico de la Tierra. El edifi­cio había sido construido en 1910 para un comerciante de Studebaker; luego había servido como bloque de oficinas y, finalmente, antes de ser reformado hacía pocos años, como almacén. El piso tenía ventanas industriales que iban del suelo al techo, tuberías a la vista y paredes antiguas de ladri­llos, en las que Lali había colgado algunos de sus dibujos y pinturas. Era el piso más pequeño y más barato del edifi­cio, pero los techos de cuatro metros creaban una sensación de espaciosidad. Cada mes, Lali besaba el sobre que con­tenía el dinero de la hipoteca antes de echarlo en el buzón. Era un ritual tonto, pero lo hacía de todos modos.

La mayor parte de la gente daba por hecho que Lali poseía una parte de los Stars, y sólo unas pocas de sus amis­tades más íntimas sabían que había dejado de ser una rica he­redera. Lali complementaba sus reducidos ingresos por la venta de los libros de Daphne escribiendo artículos como free­lance para una revista de adolescentes llamada Chik. A final de mes no le sobraba demasiado para sus lujos favoritos, ro­pa de marca y libros de tapa dura, pero no le importaba. Com­praba la ropa de segunda mano e iba a la biblioteca.

La vida era hermosa. Tal vez no tendría nunca una Gran Historia de Amor como la de Cande, pero al menos goza­ba de una imaginación maravillosa y de una fantasía activa. No tenía quejas y ciertamente no había ningún motivo para temer que su antiguo desasosiego volviera a asomar por su impredecible cabeza. Su nuevo peinado no significaba más que un poco de coquetería.

Hannah dejó caer su abrigo y se agachó para saludar a Roo, el pequeño caniche gris de Lali, que había trotado has­ta la puerta para recibirlas. Tanto Roo como el caniche de los Sierra, Kanga, eran hijos de Pooh, el caniche de Cande.

-¡Qué, pequeñajo!, ¿me has echado de menos? -dijo Lali dejando el correo para darle un beso a Roo en su sua­ve moño gris. Roo correspondió lamiéndole la barbilla, y lue­go se puso en cuclillas para emitir su mejor gruñido.

-Sí, sí, estamos impresionadas, ¿verdad, Hannah?

Hannah se rió y, mirando a Lali, le preguntó:

-Todavía le gusta fingir que es un perro policía, ¿verdad?

-El perro más duro del cuerpo. Mejor no dañemos su autoestima recordándole que es un caniche.

Hannah abrazó nuevamente a Roo, y luego lo abando­nó para dirigirse al estudio de Lali, que ocupaba uno de los extremos de la vivienda.

-¿Has escrito algún artículo más? Me encantó «Pasión en el baile de fin de curso».

-Pronto -dijo Lali sonriendo.

Para que se adaptasen a las exigencias del mercado, los artículos que escribía para Chik se publicaban casi siempre con títulos sugerentes, aunque su contenido era de lo más in­sípido. «Pasión en el baile de fin de curso» destacaba las consecuencias del sexo en el asiento de atrás de los coches. «De gatita a tigresa» había sido un artículo sobre cosméticos, y «Las niñas buenas se vuelven salvajes» hablaba de tres chi­cas de catorce años que salían de acampada.

-¿Puedo ver tus últimos dibujos?

Lali colgó los abrigos.

-No tengo ninguno. Justo acabo de empezar con una nueva idea.

A veces sus libros comenzaban con esbozos sueltos, otras veces, con texto. Hoy se había inspirado en la vida real.

-¡Cuéntamela, por favor!

Siempre compartían tazas de té Constant Comment an­tes de hacer cualquier otra cosa, y Lali se dirigió a la dimi­nuta cocina que se encontraba en el extremo opuesto de su estudio para poner agua a hervir. Su minúsculo dormitorio estaba situado justo encima, dominando toda la vivienda. Los estantes de metal de las paredes estaban repletos de los libros que adoraba: su apreciada serie de novelas de Jane Austen, ejemplares andrajosos de las obras de Daphne du Maurier y Anya Seton, todos los primeros libros de Mary Stewart, junto con Victoria Holt, Phyllis Whitney y Agusielle Steel.

Las estanterías más estrechas contenían hileras dobles de libros de bolsillo: sagas históricas, novelas románticas, no­velas de misterio, guías de viajes y libros de consulta. Tam­bién estaban representados sus escritores literarios favori­tos, además de las biografías de mujeres famosas y algunas de las selecciones menos deprimentes del club de libros de Oprah, la mayoría de las cuales Lali las había descubierto antes de que Oprah las compartiera con el mundo.

Guardaba los libros infantiles que le gustaban en los es­tantes del dormitorio. Su colección incluía todas las histo­rias de Eloise y los libros de Harry Potter, El estanque del Mirlo, algo de Judy Blume, Los niños del furgón, de Gertru­de Chandler Warner, Ana de Green Gables, algún número de Las gemelas de Sweet Valley como diversión, y los destarta­lados libros de Barbara Cartland que había descubierto cuando tenía diez años. Era una colección digna de un ratón de biblioteca, y a sus sobrinos Sierra les encantaba acurru­carse en su cama con un montón de esos libros a su alrede­dor mientras intentaban decidir cuál leerían a continuación.

Lali sacó un par de tazas de porcelana con delicados bordes dorados y dibujos de pensamientos violetas.

-Hoy he decidido que mi nuevo libro se titulará Daphne se cae de bruces.

-¡Cuéntame!

-Pues... Daphne está paseando por el Bosque del Rui­señor pensando en sus cosas cuando Benny aparece de la nada montado en su bicicleta de montaña y la tira al suelo.

-Ese tejón fastidioso -dijo Hannah moviendo la ca­beza con desaprobación.

-Exactamente.

Hannah miró a Lali cautelosamente y sugirió:

-Creo que alguien debería robarle a Benny su bici de montaña. Así no se metería en problemas.

Lali sonrió.

-El robo no existe en el Bosque del Ruiseñor. ¿No lo habíamos comentado ya cuando quisiste que alguien le ro­bara a Benny su moto acuática?

-Me parece que sí -contestó la niña con esa expresión de testarudez que había heredado de su padre-. Pero si puede haber bicicletas de montaña y motos acuáticas en el Bosque del Ruiseñor, no veo por qué no puede haber tam­bién robos. Además, Benny no hace cosas malas adrede, sim­plemente es un poco travieso.

-La línea que separa las travesuras de la estupidez es muy delgada -dijo Lali pensando en Peter.

-¡Benny no es estúpido!

Hannah parecía ofendida, y Lali pensó que hubiera si­do mejor no abrir la boca.

-Por supuesto que no. Es el tejón más listo del Bosque del Ruiseñor -dijo despeinando un poco a su sobrina-. Venga, nos tomaremos el té y luego llevaremos a Roo a pa­sear junto al lago.

Lali no tuvo ocasión de abrir el correo hasta avanzada la noche, cuando Hannah ya se había quedado dormida con un ejemplar de El deseo de Jennifer en las manos. Puso la fac­tura del teléfono en un clip y luego abrió distraídamente un sobre de tamaño comercial. En cuanto leyó el título deseó no haberse tomado la molestia.

 

 

 

 

 

NIÑOS HETEROSEXUALES POR UNA
AMÉRICA HETEROSEXUAL

 

¡La agenda de los homosexuales radicales apunta a nuestros hijos! Nuestros ciudadanos más inocentes son traídos hacia los males de la perversión mediante libros obscenos y programas de televisión irresponsables que glorifican este comportamiento desviado y moralmente repugnante...

 

 

Niños Heterosexuales por una América Heterosexual (NHAH) era una organización con sede en Chicago, cuyos miembros de mirada perdida aparecían últimamente en al­gunos programas locales de entrevistas en los que vomita­ban sus paranoias personales.

«Si al menos dedicasen su energía a algo constructivo, como mantener las armas lejos de los niños», pensó mien­tras tiraba la carta a la basura.

Continuará...

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Y así comienza la 3ª novela que subo espero que la disfruten y firmen mas que las anteriores!!

Si quieres que te avise por twitter decimelo por acá o por twitter @getcrazywithlip

Besos y abrazos ♥

7 comentarios:

  1. Más!!!

    Avisame por Twitter.

    @LittleKitKat_

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  2. Oh me encanta!!
    Estuvo super largo
    Estaba muy concentrada
    Solo falta que aparesca Peter :3

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  3. Super largo me encanto!!!

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  4. Falta mucho para que subas mas??? QUIERO MAS NOVEEEEEEEEEEE!!!!!!

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  5. Espero pronto la retomes y la sigas pronto 😉

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  6. cuando la seguis?..... daleeeee

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