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jueves, 16 de mayo de 2013

Capítulos 14 y 15: Cosas que pasan en los centros comerciales I y II




Lucecillas de todos los colores posibles parpadeaban desde árboles, carteles y escaparates. Frondosos abetos navideños se extendían por las aceras. Los niños chillaban alegres, correteando por las calles. Los abuelos se sentaban en los bancos del paseo, agotados tras varias horas de caminata, y algunos jóvenes se picaban con las motos, derrapando por la calzada. Y allí, entre aquel armonioso paisaje navideño impregnado de felicidad, caminaban tres jóvenes tremendamente diferentes entre sí con la esperanza de encontrar los regalos

para sus familias.

—¿Falta mucho? —preguntó Vico, y se encendió el séptimo cigarro en un tiempo récord de apenas media hora.

—Ya casi estamos —contestó Lali.

Lali se sentía agobiada aun antes de empezar. A la derecha caminaba su hermano; las rastas se alzaban arriba y abajo al compás de sus pasos. A la izquierda se encontraba Peter, que miraba alrededor con los ojos bien abiertos, a la espera de descubrir, seguramente, la tienda más cara de toda la ciudad. Supo de antemano que iba a ser un día largo, demasiado largo.

—Esto es un asco —se quejó el inglés.

Ya estaba tardando. Lali casi agradeció escuchar sus protestas, pues empezaba a pensar que algo raro le ocurría. Le ignoró, sintiéndose más tranquila.

—A mí tampoco me gusta ir de tiendas —añadió Vico.

Peter arrugó la nariz.

—No lo decía por eso —aclaró—, es solo que todas estas tiendas parecen de segunda mano. —Se paró frente a un escaparate y señaló una bonita camisa a cuadros que costaba cincuenta y siete dólares—. ¿Ves?, ¿de qué mierda está hecha para que sea tan barata? Seguro que destroza e irrita la piel.

—¿Es que pretendes que la gente se gaste el sueldo del mes en una camisa?

Lali se cruzó de brazos. Vico se quedó atrás, acariciando a un alegre perro que pasaba a su lado.

—Que ganen más, ¿a mí qué me cuentas? —replicó, frunciendo el ceño—. Solo mis calzoncillos ya son más caros que esa prenda —añadió Peter.

Lali rió.

—¿Tus calzoncillos valen sesenta dólares?

—He dicho que más, sorda. Unos cien dólares.

—¿Es que tus partes íntimas son de oro o qué?

—Eh, no hables de esas cosas. —Peter sintió cómo comenzaba a sonrojarse levemente, avergonzado. Lali era demasiado descarada para su gusto.

—¡Oh, tienes la cara roja! —Le señaló, todavía riendo.

Peter la miró asqueado.

—¡Pues mira, sí, mis partes íntimas son tan valiosas para mí como para protegerlas con un buen material!

Vico se despidió del perro y se acercó a ellos, sonriente tras el último comentario, pero sobre todo curioso.

—¿Con qué las proteges?

—Con calzoncillos, como todo el mundo, pero de seda. Son exclusivos y me los traen de Italia.

—Ah. —Vico le miró sin saber qué decir—. Yo no uso ropa interior.

Los tres guardaron un incómodo silencio. Se miraron fijamente unos instantes. Intentando olvidar las palabras de Vico, avanzaron despacio entre el gentío, más callados que antes y quizá más pensativos.

Peter procuraba esquivar la cantidad de obstáculos que se cruzaban a su paso. Niños en monopatín —sin casco ni rodilleras—; ancianos que apenas avanzaban tres centímetros por minuto; señoras locas por las compras, que parecían conocer aquel centro comercial mucho mejor que él… Se giró hacia Lali.

—¿Qué piensas comprarles a tus padres? —le preguntó.

—No sé —Se encogió de hombros—, a mamá quizá unos pendientes, y creo que papá necesita alguna corbata para el trabajo.

Peter torció el gesto.

—¿Solo eso?

—¿Acaso pretendes que me hipoteque a los diecisiete para contentarlos? —Bufó, hastiada—. El amor se demuestra de otros modos.

—¿De veras?

—¡Claro! Pasando tiempo juntos, en familia, por ejemplo. —Sonrió, sacudiendo felizmente las manos.

Peter apretó fuertemente los labios. ¿Pasando tiempo… juntos? Intentó recordar cuándo había sido la última vez que había pasado unos días con sus padres. Algunas imágenes difusas le vinieron a la memoria. Probablemente el día que nació todos estuvieran en la misma habitación y, además, cuando cumplía años siempre comían juntos en el mejor restaurante de Londres. Sonrió, algo más relajado y satisfecho.

—¿Y a mí me vas a comprar algo?

—Es una broma, ¿verdad? —Lali dejó de caminar y se cruzó de brazos.

Vico rió tontamente.

—Hombre, tía, después de dormir juntitos algún detalle tendrás que tener con el chaval, ¿no?

Lali cerró los ojos y respiró hondo.

—Vico, haz el favor de no llamarme «tía».

—¡Joder, vale, tía, vale! —Alzó las manos en son de paz.

—Entonces, ¿no pensabas comprarme nada? —gritó Peter, dolido—. ¡Pero cómo puedes ser tan rácana! ¡Yo incluso ya tenía pensado tu regalo…! ¡Estamos en Navidad, Lali!

—Está bien, está bien. —Suspiró—. Si cierras la boca, prometo que te compraré alguna chorrada.

Se volvió decidida y reemprendió la marcha. Vico, rezagado, se quedó embobado con los ojos fijos en el escaparate de una papelería. Peter rió por lo bajo.

—¿Piensas deleitar a tus padres con unos lapiceros? ¡Qué original! —farfulló, malicioso.

—¡Vico! —Lali ignoró a Peter y llamó a su hermano—. ¡Vamos, qué haces ahí parado!

Vico curvó los labios lentamente hacia arriba.

—He tenido una idea fantástica —explicó—. Vosotros id de compras, nos encontramos dentro de dos horas en el Café Shoquin.

—Pero ¿qué narices piensas hacer?

Lali había procurado planificar bien aquel horrible día de compras, y justo antes de que empezara, sus planes ya comenzaban a trastocarse. Tenía un regalo más que comprar, y su hermano la abandonaba dejándola a solas con un obsesivo compulsivo.

—Es una sorpresa, luego veréis. Y se internó en la papelería a paso lento y desganado, como de costumbre. Peter siguió caminando, satisfecho por haber perdido de vista al Mendigo. Miró a la joven, sonriente.

—¿Sabes a quién se parece tu hermano?

—Sorpréndeme, ¡oh, maravilloso ser divino omnipotente que todo lo sabe! —musitó, irónica.

—A Bob Marley. Es como su gemelo; incluso tienen aficiones comunes. —Esquivó a un crío que degustaba un enorme trozo de turrón—. Lo vimos en clase de Educación Cívica.

—¿Qué?

—Sí. Era el ejemplo exacto de lo que no debíamos llegar a ser —sonrió—, y también ojeamos la biografía de Sid Vicius; el loco de los Sex Pistols era otro de los que estaban en la lista negra.

Pero ¿a qué colegio iba aquel pobre desgraciado? Se llevó las manos a la cabeza, consternada. Ahora lo entendía. Seguramente ni siquiera era un colegio, sino una secta. Le observó cuando dejó de andar, absorto en el escaparate de una joyería. Visto así, de lejos y calladito, realmente no estaba nada mal. Es más, algunas de las chicas que pasaban por su lado le miraban pestañeando en exceso, coqueteando. Peter tenía un perfil algo afilado.

Volvía a llevar el rubio cabello totalmente repeinado —como si se hubiese puesto brillantina—, pero Lali le había visto en plena borrachera, desarreglado, y sabía que aquella primera imagen de chico formal podría mejorar si se mostrase más desgarbado. Bajó la vista por su rostro y encontró sus labios, que, de un suave color melocotón, contrastaban con la palidez de su piel. Resopló, abochornada por recordar otra vez el estúpido beso bajo el

muérdago, y sacudió la cabeza.

—¿Qué haces ahí parado? —le chilló, cruzándose de brazos y adoptando su actitud habitual.

—¿No querías también tú comprarle unos pendientes a tu madre?

—Sí. Pero no en esta tienda, es demasiado cara.

—Ya veo los límites que le pones al amor maternal. —Negó lentamente con uno de sus largos dedos, moviéndolo de derecha a izquierda—. Entremos. La mía sí se lo merece.

Lali siguió sus pasos, asqueada. Una vez dentro, la dependienta, de unos cuarenta años de edad, le dirigió a ella una mirada de reproche, y a él, la mejor de sus sonrisas; seguramente se había fijado en que la camisa que llevaba era de una de las marcas más prestigiosas del planeta.

—¿En qué puedo ayudarle?

—Buscaba un collar… —Peter ojeó el mostrador principal—, pero no se parece en nada a todo lo que veo aquí.

La mujer arrugó la frente, mirando los productos. Después sus ojillos se clavaron en los de Peter y descubrió que acababa de encontrar al cliente idiota de turno que con una sola compra amortizaría todas sus Navidades.

—¿Desea algo más… exclusivo?

—Exacto.

—Acompáñeme, por favor.

Lali pestañeó, confundida. Los siguió hacia el interior de la joyería por un pasillo que no quedaba expuesto al público. Seguramente sería la primera y última vez que entraría allí. Tras abrir una compuerta, se encontraron en una habitación circular, repleta de estanterías con cajones cerrados con llave. La dependienta inspeccionó a Lali con desconfianza antes de abrir una de las cerraduras. El cajón se abrió y dejó a la vista collares de piedras tan brillantes

que casi dañaban la vista. Peter se inclinó levemente para echarles un vistazo.

—Me gusta ese. —Señaló uno del que colgaba una pequeña piedra verde.

—Buena elección. Está hecho de oro blanco de gran calidad, y la piedra que ve es casi imposible de encontrar.

Lali también lo ojeó, y por poco se desmaya al descubrir el precio anotado en un pequeño papelito blanco, bajo el colgante.

—¡Pero si es un robo! —gritó, sin poder contenerse—. ¡Con lo que vale este collar se podría erradicar el hambre de media África!

Peter se acercó a ella, molesto, y le dio un codazo.

—Calla de una vez, Basurera, estás haciéndome quedar en ridículo. —Sonrió y se dirigió de nuevo a la dependienta—. Me lo quedo. Cóbrese —añadió, al tiempo que le tendía la tarjeta de crédito—. ¡Ah!, y no escatime a la hora de envolverlo. Ya sabe, una cajita bañada en oro o algo parecido…

—Por supuesto, señor, no se preocupe por eso.

Abandonaron la habitación circular y Peter suspiró con orgullo, como si se hubiese quitado un peso de encima. Lali, demasiado anonadada todavía para hablar, se mantuvo callada sin rechistar; casi se podía oír el rechinar de sus dientes, carcomida por la rabia. ¿Cómo podía gastarse semejante dineral en un simple regalo navideño? Y, lo más importante, ¿quién era realmente Peter, o de qué tipo de familia provenía?

Lali observó ensimismada cómo la dependienta le devolvía al inglés la tarjeta de crédito y este la guardaba de nuevo en su maravillosa cartera negra de Gucci. Resopló asqueada. Tanta tontería zumbando a su alrededor lograba ponerla de mal humor. Peter, por el contrario, se mostraba satisfecho con la adquisición. Salieron poco después de la joyería y continuaron caminando por la avenida del centro comercial.

—Pero ¿qué has hecho, animal? ¡Por algo así debería caerte cadena perpetua!

Peter enarcó las cejas, confundido.

—Pobre Lali, las drogas la han dejado tonta…

—¡Es demasiado dinero! Ninguna madre puede llegar a sentirse orgullosa de que su hijo le regale algo así —prosiguió, cabreada—, ¿por qué no le das otro destino, como alguna asociación benéfica?

Peter soltó una brusca carcajada.

—¡Ya sé lo que te pasa! —La señaló con el dedo índice—. Te pica el bichito de la envidia… —Volvió a reír—. Además, mis padres ya donan mucho dinero a ese tipo de organizaciones.

—Eres asqueroso, Peter, eres… ¡insoportablemente cínico! No tienes remedio.

Peter se detuvo y la miró dolido. Agitó la bolsita donde llevaba el collar, y Lali sintió deseos de matarle de una vez por todas.

—La cuestión es… —Suspiró, meditando— que, te guste o no, pequeña amante de los vertederos, todavía tendremos que vernos las caras por narices durante más de veinte días, así que no deberías faltarme al respeto. Y te aseguro que no eres la única que en estos momentos piensa en el suicidio: yo también me lo empiezo a plantear.

—Pero ¿cómo tienes la cara dura de hablar tú, precisamente tú, de la palabra respeto? ¡Si ni siquiera sabes lo que es!

—¡Pues claro que lo sé! También lo he dado en clase de Educación Cívica. Y ahora deja de sermonearme. Me aburres. Cómprate un loro y enséñale la Constitución hasta que la recite de memoria.

Y, con porte elegante, avanzó unos pasos acera abajo. Lali suspiró. Durante la última semana, exactamente desde la llegada del inglés, había tenido tantos nervios en el estómago que, al final, se manifestaban en una terrible incomodidad e incluso náuseas. Procuró aguantarle y no contestar a sus palabras. Aquel era el segundo plan: si no puedes con tu enemigo, ignóralo.

Entraron en la zona de techo cubierto. Un árbol navideño, enorme y lleno de espumillones, se alzaba en el centro hasta casi el techo. En los laterales, numerosas tiendas mantenían sus puertas abiertas, de donde salían alegres notas musicales. Y, al fondo, sobre una tarima con dos elegantes doseles rojizos, un hombre disfrazado de Papá Noel contentaba a una gran cola de niños que se sentaban por turno en sus rodillas para pedirle sus regalos.

—Qué patético. —Peter señaló a Papá Noel—. Yo nunca creí en él, porque desde el primer día me advirtieron de que no era real.

Lali tosió, alarmada.

—Pero ¿qué clase de infancia has tenido tú, bicho raro?

—¿Bicho raro? Deja de describirte tan detalladamente, Lali. —Sonrió—. Yo entiendo a mis padres, haré lo mismo que ellos… ¿Por qué engañar a tus hijos si se supone que los quieres? Es un poco ruin —meditó—. Bueno, basta de rollos, vamos a buscar esa corbata para tu padre que en el futuro terminará irritándole la piel.

—No irrita la piel.

—Ya, claro. Otra que prefiere vivir en la mentira; eres como esos niños de ahí.

Se movieron torpemente entre el gentío directos hacia una tienda de ropa. Y entonces un hombre que llevaba un extraño aparato en una de sus orejas y vestía de negro riguroso se interpuso en su camino. Apoyó las manos en los hombros de Peter, decidido. Este dio un pequeño saltó hacia atrás, temeroso de que fueran a atacarle.

—¡Tenemos una emergencia! —gritó el hombre—. Papá Noel acaba de decirme que se encuentra mal, problemas intestinales.

—¿Y a mí qué me cuenta? —farfulló Peter.

—Necesitamos a un sustituto.

Lali sonrió con aire malicioso, pues, de improviso, acababa de encontrar su esperada venganza. Se adelantó, interponiéndose entre los dos.

—Estará encantado de hacerlo. Adora a los niños.

—¿Qué? Pero ¿qué…?

—¡Vale, no tenemos tiempo que perder! ¡Rápido, acompáñeme a los lavabos privados! —gritó el hombre de negro, cogiendo a Peter de la chaqueta y arrastrándolo mientras este forcejeaba confuso.

—¡Lali! Pero ¿qué está pasando? ¡Haz algo!

Y lo hizo. Le siguió hasta los lavabos. Peter apenas tuvo tiempo de protestar de nuevo cuando llegó el Papá Noel que antes había estado con las rodillas atestadas de críos.

—¡Gracias a Dios! Me muero por ir al baño… —susurró, acongojado—. Eres

un ángel caído del cielo, muchacho.

Continuará...


Capítulo 15

 

—Es el fin…

—Pero ¿qué dices?

—No pienso salir ahí fuera.

—Hazlo o te piso.

—¿Y? Estos no son mis zapatos italianos, sino los del gordo ese.

Lali se cruzó de brazos y enarcó las cejas. Reprimió una sonora carcajada tras mirar nuevamente a Peter de arriba abajo. Una pesada cortina de color azul marino les separaba del público, que, anclado en aquel centro comercial, esperaba anhelante el espectáculo asiendo con fuerza las manos de sus hijos.

—No te burles del sobrepeso de Papá Noel —le reprochó Lali—, o al menos intenta no hacerlo delante de los nanos.

—¿Nanos? ¡Ni siquiera sabes hablar! Son niños. Niños cagados, niños meados, niños llenos de mocos verdes…

—Como no salgas al escenario de una vez por todas, comenzarán a pensar que no somos trigo limpio y llamarán a seguridad.

—Bien. —Peter paseó sus dedos por la larga barba blanca postiza que surcaba su rostro aniñado—. Pero antes prométeme que no te separarás de mí pase lo que pase.

—Tranquilo, pienso convertirme en tu sombra.

Peter suspiró y arqueó los hombros en un vano intento de relajarse.

—Creo que esta es la situación más escalofriante por la que he tenido que pasar. —Se llevó las manos a la cabeza y retorció entre sus dedos algunos de los rubios mechones que caían alborotados por su frente.

—Basta de cháchara. Mi paciencia tiene un límite, y da la casualidad de que acabo de toparme con él.

Lali cogió aire y, sin pensárselo demasiado, descorrió la cortina azul. La sangre abandonó al instante el rostro de Peter, dándole un tono aún más pálido a su piel; sintió que le temblaban las piernas y reaccionó a tiempo dedicándole a Lali una mirada asesina.

Frente a ellos se extendía una cola infinita de padres agitados acompañados de sus inseparables vástagos. Peter hizo un último esfuerzo, procurando no desfallecer. Ella, satisfecha por el mal trago que estaba pasando el inglés, sonrió ampliamente antes de darle un empujoncito para sentarlo en el trono de Papá Noel.

—Mira, la silla te va como anillo al dedo —le susurró al oído, acariciando el recargado pasamanos de brillante color dorado y adornado con falsas gemas rojizas.

—Dime que todos esos pequeños diablos no se van a sentar sobre mis rodillas… ¿Es que quieres que me quede cojo?

—Calla, ahora tienes que fingir. ¡Vamos, sonríe!

Peter curvó los labios hacia arriba un centímetro en un amago de sonrisa. Tragó saliva despacio, sintiendo cómo un fuerte nudo le presionaba la garganta y le impedía respirar con normalidad. Al otro lado, el hombre que le había metido en aquel percal daba comienzo al espectáculo por el micrófono. Apenas tuvo tiempo de serenarse cuando, consternado, observó cómo un niño pelirrojo, de unos dos años, se acercaba decidido hacia él subiendo poco a poco los tres escalones de la tarima principal.

—Qué niño más lento —le susurró Peter a Lali—. Papá Noel morirá de viejo antes de que llegue.

—Chissst… —Ella se volvió hacia el pequeño y lo cogió en brazos—. Hola, ¿cómo te llamas? Soy la ayudante de Papá Noel. Venga, dile qué es lo que quieres que te traiga por Navidad.

Y, sin demasiados miramientos, lo dejó caer sobre las temblorosas rodillas de Peter. Este pareció sufrir un pequeño espasmo antes de recuperar el control. Sus ojos grises se dirigieron ávidos hacia la nariz del niño, donde distinguieron mocos secos.

—Lali, busca un pañuelo.

—Pa… Papá Noel… —gimoteó el pequeño, que rebosaba de emoción.

—Sí, así me llaman.

—¿Y los renos?

—Pastando.

Lali había desaparecido en busca del pañuelo y ahora se encontraba solo en aquel infierno. Cientos de niños le miraban anhelantes desde abajo, acompañados de sus curiosos padres. Tomó una enorme bocanada de aire y posó una mano en el cuello de la camisa del niño pelirrojo, procurando no mantener ningún contacto directo con su piel, pero alerta por si el muy patoso terminaba cayendo al suelo.

—Bueno, pequeña zanahoria, ¿qué quieres que te traiga Papá Noel?

—Una moto.

—¿Eh…? ¡Y parecía tonto el mocoso!

Abrió los ojos de par en par y se asustó cuando alguien le dio un codazo. Era Lali, que ahora le limpiaba los mocos al niño. Los ojos de ambos jóvenes se encontraron. La mirada de Peter destilaba sufrimiento y la de ella diversión.

—No puedo traerte una moto. —Agitó un dedo frente al niño—. La ley no te permite conducirlas hasta que no cumplas los catorce, ¡por lo menos!

—Pero y… yo quiero una m… moto —gimoteó.

—¿No te puedes conformar con un pulgoso peluche?

—¡MAMÁÁÁ!

Peter dio un respingo en su trono. El grito del niño le había dejado casi sordo; este había empezado a patalear (sobre y contra sus rodillas) mientras sacudía frenético las manos. A lo lejos, Peter distinguió cómo una preocupada madre daba algunos codazos intentando llegar hasta el niño. Lali se inclinó hacia ellos.

—Tranquilo, era una broma de Papá Noel, ¡claro que te traerá una moto! ¡La más chula que tenga!

El pelirrojo dejó de llorar al instante.

—Así que fingías, ¿eh? —Peter le apuntó con un dedo acusador.

—Bueno, es hora de que pase el siguiente o no terminaremos nunca —atajó ella, que devolvió el niño pelirrojo a su madre y dejó sobre las rodillas de Peter a una pequeña que agitaba feliz dos graciosas coletas rubias.

Peter le dirigió una fría mirada al realizador de aquel espectáculo, aquel hombre con coleta que hablaba sin cesar por un extraño teléfono ultramoderno en un rincón.

—¡Con más gracia, muchacho, más gracia! —le indicó en un rasposo susurro.

—Jou, jou, jou… —musitó Peter del modo más seco que pudo. La niña le ignoró descaradamente y se sentó en sus rodillas—. Hola, pequeña niña con coletas, ¿qué quieres que te traiga este año Papá Noel?

La niña sacudió la cabeza e inspeccionó detalladamente a Peter, como si este estuviese pasando un duro examen de aceptación.

—Tú no eres Papá Noel —aseguró finalmente la niña, mirándole tan fijamente que apenas pestañeaba.

—¿Eh? ¿Cómo qué no? ¡Claro que sí, faltaría más!

—Ya… entonces… ¿dónde están tus renos?

Peter apretó los puños inconscientemente. ¿Por qué todos los niños se preocupaban por sus renos? Ni siendo el mismísimo Papá Noel lograba captar unos minutos de absoluto protagonismo. Suspiró, dispuesto a repetir la misma respuesta.

—Están pastando.

—Los renos no pueden pastar en la ciudad.

Esta chiquilla parecía más avispada que el anterior. Se armó de paciencia, y de un modo involuntario se dio la vuelta, buscando la salida más próxima de aquel infernal centro comercial.

—Es que me he dejado a los renos en el Polo Norte.

—¿Y cómo has llegado hasta aquí sin ellos?

Encontró a Lali tras él; contenía la risa. Tenía las mejillas sonrojadas. En realidad, eran unas mejillas bonitas y bastante apetecibles, como dos suaves trozos de melocotón que… ¡Ya, ya estaba bien, aquello se le iría de las manos como siguiese observando a la estúpida de Lali de aquel modo! Volvió a centrar su atención en la niña preguntona.

—He venido cabalgando sobre mi duendecilla mágica.

—¿Quién?

—Sí, es mi esclava, mi ayudante… Mira, esta de aquí atrás, la chica con cara de tonta que es amiga del imbécil de la coleta que habla por teléfono.

—Papá Noel no puede decir palabrotas.

—Oye, niña, tengo quinientos años, soy una leyenda en todo el mundo, así que no vengas tú aquí a decirme qué puedo o no puedo hacer. Gracias por tu visita. ¿Siguiente…?

Y, sin pensárselo siquiera, ante la alarmada mirada de Lali, depositó bruscamente a la chiquilla en el suelo y observó al otro niño que se acercaba hacia él con la emoción dibujada en sus redondos ojos saltones.

—No puedes hacer eso, no debes hablarle así a una cría.

—Respeta las distancias, parece que quieras comerme la oreja.

Lali dio un paso atrás, abochornada.

—Cuando la gente habla en susurros, hay un acercamiento físico.

—Bien, nosotros romperemos esa norma social, si no te importa. —Suspiró, cansado—. Y ahora déjame trabajar. Al fin y al cabo, si estoy aquí es por tu culpa.

Lali comenzaba a arrepentirse de haberle jugado aquella mala pasada a Peter. Lo cierto es que, bajo su punto de vista, al cabo de un rato, el rubio se desenvolvió mejor en el asunto y le cogió el truco a eso de fingir ser Papá Noel. Seguía actuando de un modo cortante con los niños y los despachaba rápidamente, ignorándoles con un descaro abrumador. Pero los padres de los pequeños no parecían darse cuenta de ello, y la interminable fila fue

disminuyendo progresivamente.

—¿No crees que vas un poco rápido? Al último niño ni siquiera le has dado tiempo de decirte qué quería de regalo.

—Mira, pequeña indigente, no me digas cómo tengo que hacer mi trabajo. Lo sé perfectamente. En realidad es facilísimo.

Y empujó a otro crío escaleras abajo. Sonrió con suficiencia. Lali, abatida, se quedó rezagada en un segundo plano, arqueando la espalda contra la pared lateral y observando de lejos el extraño procedimiento que Peter seguía para contentar a los pequeños. Les hablaba con autoridad y, si alguno intentaba tirarle de la barba, les regalaba un fresco cachete en la mano.

—No poses tus sucias manos en mi blanca barba —les decía, mientras los dejaba sobre el suelo—. ¿Siguiente…?

El ritmo aumentaba conforme pasaban los minutos, así que en apenas una hora la enorme fila de renacuajos se esfumó como por arte de magia.

—¡Dios! Ha sido… agotador. —Se quitó el gorro rojo e intentó peinarse el cabello con las puntas de los dedos—. Creo que este es mi primer trabajo. Mi madre no se lo creerá cuando la llame para contárselo.

—No me extraña. Yo aún no me lo creo, y eso que lo he visto en persona. —Chasqueó los dedos—. De todos modos, tampoco es que te hayas lucido que digamos…

—Pero ¿qué dices? Esos niños me adoran.

—Preferiría no añadir nada al respecto —atajó—. La mitad de ellos se ha ido con la mano roja a casa.

—A Papá Noel no le gusta que le tiren de la barba.

Peter sonrió, orgulloso de los cachetes que había dado. Lali esperó en el centro comercial, ojeando algunas tiendas y comprando regalos para la familia, mientras él entraba en el baño para cambiarse de ropa. Cuando finalmente estuvo solo en el servicio, se dejó caer sobre los azulejos de la pared y resbaló hasta ponerse de cuclillas. Se llevó las manos a la cabeza. Estaba agotado.

Fingir que ser Papá Noel era fácil se le había dado de perlas. Pero la verdad era muy distinta. Quizá, solo quizá, Peter comenzaba a darse cuenta de que tenía un serio problema. Cada vez que uno de esos repulsivos niños había tocado sus piernas, un extraño cosquilleo de pánico se había instalado en su estómago. Y, aun así, había logrado calmar las ganas de huir, aunque solo fuese por ver el gesto de desilusión en el rostro de Lali.

Lali… Últimamente llevaba peor aquello de pasar las veinticuatro horas del día a su lado. Especialmente después de aquel furtivo beso en el baño de casa. Imágenes sueltas le atormentaban continuamente, recordándole el garrafal error que había cometido. Él jamás de los jamases llegaría a sentir atracción —ni nada que se le pareciese— por una chica tan despreocupada como Lali.

Se levantó, más calmado, y observó su reflejo en el espejo del baño. Sonrió satisfecho. A pesar de estar vestido con un horrible traje rojo y blanco y llevar una bola de espumillón en la barriga para darle volumen, seguía estando guapo.

«Eres el mejor, Peter», se dijo a sí mismo, tras guiñarse mentalmente un ojo.

Salió del baño mucho después, vestido otra vez con un elegante pantalón negro y una camisa azul oscuro que contrastaba con su rubio cabello. Encontró a Lali frente a un escaparate, con algunas bolsas de más en las manos.

—¿Ya has comprado mi regalo? —preguntó emocionado.

—¿Se puede saber por qué has tardado tanto? Estoy cansada de esperarte. Ya he visto todo el centro comercial.

Peter ojeó las bolsas, ignorando sus palabras. Le encantaban los regalos, especialmente cuando eran para él. Se frotó las manos.

—¿Qué es? ¿No piensas decírmelo?

—No sé de qué demonios me hablas.

—¡De mi regalo! ¡Vamos, Lali, vamos, dámelo YA!

La zarandeó de un lado a otro, mirándola fijamente.

—En serio, estás fatal. Eres un enfermo.

—Vale, pero este (atractivo) enfermo quiere saber qué le has comprado.

—¿Y tú? ¿Qué me has comprado a mí? —Lali se encaró con él, alzando los hombros.

—Nada.

—¿Nada? ¡Serás desgraciado!

—¿Acaso tenía que hacerlo? —Se cruzó de brazos, confundido.

Lali, enfurecida, le dio un puntapié a la papelera que tenía al lado.

—Mira, quizá esa papelera sería tu regalo perfecto… Piénsalo, podría sustituir a tu armario.

—¡Idiota, fue idea tuya que nos hiciéramos regalos!

—Ya. Pero no sabía que yo también tenía que comprarte uno a ti.

—¿Cómo puedes ser tan… tan… egoísta? ¡Me sacas de quicio!

Peter suspiró, abochornado. Casi comenzaba a sentir pena por la tonta de Lali. La observó largamente. Y entonces, como por arte de magia, el reflejo del cristal del escaparate se posicionó sobre la joven y la respuesta llegó a él de súbito.

—Está bien, te compraré algo. Tú espérame en la puerta, ahora mismo voy.

—Pe… pero Peter… ¡seguro que acabas perdiéndote! No quiero que la policía aparezca en mi casa con un inglés llorica en el asiento trasero…

Pero era demasiado tarde. Peter desapareció en el interior de la tienda. Lali resopló, agotada. Había sido un día de compras demasiado largo. Ya ni siquiera le quedaban fuerzas para discutir o protestar. Caminó a paso lento hacia la puerta de salida y cruzó los dedos, deseosa de que Peter recordase cómo llegar hasta allí.

En realidad sí le había comprado un regalo a Peter e incluso se había gastado más de la cuenta en él. Pero tenía una excusa perfecta, puesto que lo había encontrado de pura casualidad. Estaba segura de que le iba a encantar.

Cerró los ojos con fuerza y se dio una palmada en la frente, castigándose a sí misma. ¡Pero bueno! ¿Qué más daba si le gustaba o no? Al fin y al cabo, se suponía que se odiaban. No tenía ninguna razón para complacer a un imbécil tan grande como Peter. Miró de reojo la bolsa en la que llevaba su regalo y sintió unas ganas terribles de lanzarla lejos, arrepintiéndose de ser tan estúpida.

—¡No me he perdido, Lali!

Era él. Llevaba dos bolsas nuevas en la mano derecha. Visto así, de lejos, era el típico chico con el que le habría gustado coquetear un rato y…

—¡Qué asco! —Peter olfateó el aire, poniéndose de puntillas—. Esta ciudad huele fatal. Deberían colocar ambientadores por las calles.

Era el instante en el que abría la boca cuando Lali desechaba la idea de coquetear con él. Exhaló el aire y cerró los ojos con fuerza. La imagen del iglés despeinado, borracho y con la camisa por fuera acudió a su mente, atormentándola y recordándole el prohibido beso.

—Será mejor que acudamos a la cafetería donde hemos quedado con Vico. Debe de estar esperándonos.

—No sé qué decir. Quizá sea demasiado tarde, quizá haya pasado frente al museo de la Edad de Piedra y haya decidido quedarse a vivir allí, en su hábitat natural, para siempre…

—Deja de decir idioteces y camina más rápido —Lali aceleró el paso con la vista fija en la acera—, ¿o acaso prefieres que cojamos el autobús?

—Oh, no, no. —Siguió decidido su paso—. ¿Sabes?, no me acabó de convencer aquella limusina grande. Prefiero la mía.

Lali decidió ignorarle durante el resto del trayecto. Peter pasó el rato protestando por todo aquello que sus ojos grises podían ver. Se quejó de la estrechez de la calzada y de las pocas zonas verdes de la ciudad. Se quejó del espacio que ocupaban los abuelos sentados en los bancos de la avenida y de lo mal que circulaban algunos coches. Se quejó del bajo precio de las tiendas de ropa y del frío aire invernal. Se quejó de lo sucio que estaba un perro que pasó a su derecha y de lo poco deslumbrante que era la luz de los semáforos…

—¿Por qué no te miras un poco al espejo y te quejas de lo que ves en él? —explotó Lali, agotada de escuchar su voz.

Peter se encogió de hombros.

—Lo he intentado alguna que otra vez, pero nunca he encontrado nada por lo que quejarme.

—Eres un egocéntrico.

—Prefiero ser egocéntrico antes que modesto.

—No hace falta que lo jures. —Lali puso los ojos en blanco—. Y ahora cierra la boca de una vez. Hemos llegado.

Entraron en la cafetería en la que habían quedado con Vico y lo encontraron tras un rápido vistazo. El hermano hippie de Lali garabateaba como loco en unas hojas, con la nariz pegada a la mesa de madera. Las largas rastas se desparramaban sobre esta de forma desordenada, y pequeñas gotas de escarcha se escurrían por su cerveza, que había dejado a un lado.

—¿Vico?

Lali pronunció su nombre temerosa, y Peter, alerta desde que había pisado el libertario suelo americano, dio rápidamente un paso atrás y se refugió tras ella.

—¿Qué estás haciendo? —insistió su hermana.

Vico alzó la vista al fin. Sonrió. Y después le dio un trago a su cerveza, terminándosela de golpe. Volvió a sonreír.

—Es mi regalo para papá y mamá.

Peter se escurrió a un lado, abandonando su posición de retaguardia, y se inclinó sobre la mesa de Vico. Después, sin poder evitarlo, soltó una carcajada estridente que resonó por toda la cafetería. Lali fue algo más discreta y se llevó las manos a la boca, aguantándose la risa.

—¿Qué pasa, acaso no os gusta? —Observó de cerca su trabajo—. Hombre, se me ha caído un poco de ceniza encima y dos o tres gotas de cerveza, pero casi no se nota —añadió, y sopló sobre el regalo como si así consiguiese arreglar cualquier tipo de desperfecto.

—Pero ¿eso qué es?

—Un dibujo.

—¿Piensas regalarles un dibujo?

—Lo que cuenta es la intención, ¿no?, eso nos han enseñado ellos siempre.

—Vico…

Peter siguió riendo.

—Miradlo bien. No está tan mal —indicó, mientras Lali y Peter pegaban sus narices sobre la hoja de papel—. Este rectángulo es nuestra casa. Aquí estás tú con el perro, Wisky, papá, mamá y yo. Y este es Peter, lo he puesto un poco apartado porque solo va a formar parte de la familia durante un mes.

—Muy… original —logró decir el inglés—. Oye, ¿qué es eso que me has dibujado en la mano?

—Je, je —Vico le guiñó un ojo—, tío, una litrona, tenías que haberte visto la otra noche… te caracteriza bastante bien.

—Ah, gracias por el detalle —contestó, irónico.

—Luego le he dado un toque animado con un poco de purpurina aquí y allá —aclaró, con lo que dio por finalizada la exposición de su obra.

Lali alzó la vista al cielo, buscando a ese Dios suyo que, al parecer, hacía días que se había perdido, dejándola a solas con aquellos dos energúmenos.

—Bien, chicos, creo que será mejor que volvamos a casa.

Ambos asintieron. Caminaron por donde habían ido y siguieron en línea recta por la avenida principal. Lali, entre Peter y Vico, aceleraba el paso todo lo que podía, pues deseaba llegar a casa para encerrarse en su habitación e intentar encontrar unos instantes de paz. El silencio les envolvía, tan solo interrumpido de vez en cuando por algunos eructos de Vico, que,

despreocupado, caminaba con su dibujo en la mano izquierda, sin ofrecerse a llevar ninguna de las bolsas que cargaban los demás.

—¿Podrías decirle a tu hermano que deje de eructar? —le preguntó Peter a Lali en susurros.

—¿Tanto te molesta?

—Lo cierto es que sí —afirmó—. La tierra tiembla en cuanto abre la boca. Y tras cada uno de sus eructos me siento como en medio de un terremoto. Como espero puedas comprender, no es especialmente agradable…

—Vale, está bien, ya basta; no hace falta que me cuentes tu vida, no me interesa. —Suspiró, volviéndose hacia su hermano—. Vico, ¿te importaría no eructar más?

Vico la miró confundido.

—¿Qué pasa? ¡Pero si es algo natural! No querrás que me los guarde…

—Por favor…

—No sabía que fueses tan pija, Lali. —Rió despreocupado—. ¡Menuda hermana tengo! Yo pensaba que molabas.

En realidad a Lali ya poco le importaba molar o no, estar dentro o fuera de onda. Lo único que tenía valor para ella era el silencio. Después de conocer a Peter, había aprendido a apreciarlo más que nada en el mundo.

Afortunadamente, no tardaron demasiado en llegar a casa. Parecía que la suerte volvía a estar de su parte, pues Lali pudo pasar el resto de la tarde a solas en su habitación, escuchando música tumbada sobre la cama y perdiéndose en un mundo perfecto e idílico donde no existía ningún Peter. Mientras tanto, el Peter real se entretuvo dándose un largo baño de espuma durante más de una hora y, después, pasó el rato envolviendo de un modo

preciso y exacto los regalos que había comprado. Fue a la hora de la cena cuando, inevitablemente, volvieron a verse las caras.

Lali puso la mesa, mientras Peter la seguía de la cocina al comedor y vigilaba que todo estuviese en orden. Ella quiso protestar, pero, siendo las últimas horas del día, se mantuvo callada e intentó sobrellevar la situación lo mejor posible. Cuando acabó se desplomó en el sofá, y Peter se sentó a su lado con movimientos elegantes. Ella buscó el mando del televisor, lo encendió y se relajó viendo las noticias.

—Alrededor de las tres de la tarde se ha producido un atraco en una conocida joyería del estado de Tejas. Nadie ha resultado herido. Sin embargo, las pérdidas han sido elevadas.

—Esto es muy aburrido —se quejó Peter, cruzándose de brazos—. ¿Por qué no pones alguna película como la de El rey león?

—Se suponía que no te gustaban las películas de dibujos animados —dijo Lali—. Y no, no pienso poner ninguna. Quiero saber qué está pasando en el mundo, si no te importa.

—La cuestión es que sí me importa.

—¡Cállate de una vez!

—Pasamos ahora a la noticia más importante del día —prosiguió la mujer del telediario—. Se ha desatado una fuerte gripe que ya ha sido denominada como «la gripe de la gallina». Al parecer proviene de Australia y, pese a que, todavía no se sabe demasiado sobre ella, ya son más de cuatrocientas personas las afectadas en apenas veinticuatro horas. Los casos en nuestro país ascienden a veinte. Las autoridades sanitarias esperan encontrar una vacuna lo antes posible. Les mantendremos informados.

—Gg… gri… gripe de la ga… ga… gallina… —balbució, confundido.

Lali casi creyó ver cómo un tic sacudía los párpados de Peter. Su rostro se había tornado blanco como la nieve recién caída, e incluso sus labios parecían perder un poco de color. Temió que fuese a desmayarse.

—Majestad, ¿se encuentra bien? —bromeó, al tiempo que se inclinaba hacia él.

Lali le posó una mano sobre la frente y él ni siquiera se apartó. Se encontraba sumido en un profundo estado de shock. Colocó las manos sobre sus hombros para empujarlo hacia atrás y acomodarle mejor en el sofá. Él se dejó llevar como un peso muerto.

—Empiezas a asustarme, Peter.

Lali se acercó hacia él y pasó repetidamente la mano derecha por delante de sus ojos. Peter tenía la mirada perdida, las grises pupilas fijas en un punto muerto. Lali se balanceó torpemente, apoyándose en el brazo del sofá para no caer. Ya no le hacía tanta gracia la alarmante actitud de Peter frente a la gripe de la gallina. Carraspeó, intentando llamar su atención, y después le zarandeó con brusquedad. Pero el inglés continuaba ido. No sabía qué más podía hacer y, presa de la desesperación, le propinó un bofetón. Él sacudió la cabeza y se llevó una mano a la mejilla enrojecida.

—¿Por qué me pegas?

—Intentaba reanimarte.

—¡Santo Dios! Tengo que llamar a mi madre… ¡Un teléfono, Lali, venga, muévete de una vez! —gritó como un loco.

—Eh, tranquilízate. No es para tanto. La gripe de la gallina solo es una gripe más y no deberías alarmarte por ello…

—¿DÓNDE ESTÁ EL MALDITO TELÉFONO?

—Bien, como quieras.

Lali bufó asqueada, y le llevó el teléfono inalámbrico. Observó cómo Peter, agitado, marcaba el número de su madre, presionando las teclas del aparato a la velocidad de la luz.

—¿Mamá?

—¡Oh, Peter, hola! Tu madre está en una reunión, soy su secretaría, si quieres decirle algo yo se lo apunto y…

—¡SÍ, LO QUE QUIERO DECIRLE ES QUE SE PONGA AHORA MISMO AL TELÉFONO! ES UNA EMERGENCIA DE VIDA O MUERTE.

—Esto… ¿estás bien, cielo?

—¡NO! —explotó.

—Vale, ahora mismo le digo que se ponga. Espera un momento.

Lali observó anonadada las reacciones de Peter. Su rostro ya no estaba pálido, sino más bien rojizo. Se había levantado del sofá y caminaba de un lado a otro con el teléfono pegado a la oreja como si se tratase de un ejecutivo sumamente ocupado.

—¿Peter? —preguntó su madre al otro lado de la línea—. ¿Cómo estás? ¿Qué te pasa?

—Mamá… ¿es que no has visto las noticias? Acabo de enterarme: la gripe de la gallina anda suelta —gimoteó—. No quiero que me atrape, no… Lo que quiero es que vengas aquí a por mí, ahora mismo —añadió—. Dile a papá que mande un helicóptero o algo, ¡YA!

Peter escuchó cómo su madre suspiraba al otro lado del teléfono.

—¡Qué susto me has dado! He salido de una reunión importantísima…

—¡Lo sé, es para asustarse!

—Mira, hazme un favor, cariño, prométeme que durante los próximos días no verás la televisión, no leerás los periódicos ni escucharás la radio. Créeme, te irá bien ignorar el mundo exterior un tiempo. Pronto estarás de nuevo en casa. Yo sé que puedes valerte por ti mismo. Mientras tanto, sé bueno, mi pequeña coliflor. Te quiero.

Peter iba a protestar de nuevo, pero su madre colgó antes de que tuviese la oportunidad de hacerlo.

Continuará...


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Hasta mañana!! (si firmais no me enfado ehh)
Besos y abrazos ♥
@theyaremypath

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