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miércoles, 1 de mayo de 2013

Capítulo 5 y 6: Excursión al supermercado I & II





Armoniosos rayos de sol se filtraban por la persiana de la habitación, iluminando su rostro. Peter sonrió cuando despertó y se desperezó en la cama, estirando enérgicamente los brazos mientras escuchaba el canto de algunos gorriones.

 —¡Príncipe Peter de Camelot! —gritó Lali tras la puerta. Él frunció el ceño, aturdido tras el brusco cambio de aquel despertar—. ¡Arrastra tus posaderas hasta la cocina, es la hora del desayuno! ¡Ah, no olvides los leotardos, que hace frío!

 El rostro de Peter se tornó agrio cuando oyó la maliciosa risita de Lali, que, a paso apresurado, bajaba las escaleras hacia el piso inferior. Se incorporó en la cama, molesto, recordando dónde se encontraba. Acostumbrado a tomar la primera comida del día en pijama, bajó tal cual a la cocina, donde la familia Esposito se encontraba sentada a la mesa. El padre estaba leyendo el periódico, mientras que Abigail regañaba a Vico porque, al inclinarse, las rastas se le metían en el tazón de leche.

 —Mamá, pero ¿qué más da? —le reprochó este.

 Peter se sentó en su silla y posó las manos cruzadas sobre el colorido mantel, esperando que alguien le sirviese su desayuno. Como nadie dijo nada, finalmente optó por pedirlo.

 —A mí me gustaría tomar un zumo de naranja natural, sin pulpa, un tazón de copos de avena, un capuchino con chocolate espolvoreado y… Oh, ¿por qué no? ¡Vamos a saltarnos la dieta! También unas tostadas con mantequilla. —Sonrió.

 El señor Esposito asomó el rostro por encima del periódico y le miró fijamente. Vico y Lali dejaron de engullir cereales y prorrumpieron en una sonora carcajada. Abigail, despreocupada, preparaba el café.

 —Abre la nevera y mira a ver qué pillas —le dijo el señor Esposito, confundido—. Es que estamos a principio de mes, así que todavía no hemos ido a comprar.

 Peter tardó unos segundos en comprender la situación. ¿Significaba aquello que él mismo debería prepararse el desayuno? ¿E incluso abrir la puerta de la nevera? Nunca había hecho una hazaña de tal calibre. Se sentía ligeramente aturdido; aquellas cosas no cuadraban en su mundo perfecto. Se levantó lentamente y se dirigió hacia la nevera, evaluando aquel montón de chatarra como si fuese a atacarle de un momento a otro. Después, valeroso,
posó una mano en el mango y tiró con fuerza. La luz le deslumbró. Parpadeó sin entender. Allí dentro no había absolutamente nada; tan solo quedaban dos manzanas, unos restos de zumo tropical, algunos huevos y unos sangrientos filetes de ternera. Consternado, volvió a cerrar la puerta y se dirigió hacia su silla, con la vista fija en la familia Esposito. Lali se giró hacia él.

 —Hombre, no son copos de avena, pero puedes comer Choco Krispies, están buenos —dijo, mostrándose amable por primera vez, como si sintiese pena por él.

 Peter dirigió la mirada hacia la caja de Choco Krispies, de la cual se había apoderado Vico. El mendigo, tras rascarse la cabeza, metía ferozmente sus garras dentro del paquete de cereales y los sacaba a puñados para engullirlos casi con violencia.

 —No, gracias. —Sonrió forzadamente—. He oído que es bueno ayunar por las mañanas.

 —Pero ¿dónde has oído eso? ¡Es mentira! —le reprochó Abigail—. ¡Anda, cielo, tómate un cafetito! Y he traído unos bollos de crema de la panadería… ¡moja uno en el café!

 Peter negó con la cabeza, sin saber qué decir.

 —Yo… intento no comer nada que tenga demasiado colesterol.

 —¡Joder, tío! —exclamó Vico—. Ni carne, ni bollos, ni cereales… pero ¿tú de qué vives, macho? Venga, cómete unos Krispies, que están mu’ buenos —le aconsejó, masticando con la boca abierta. Ver los trozos de cereales papeados no aumentó el apetito del inglés.

 La señora Esposito se giró decidida hacia todos ellos, secándose las manos en un trapo de cocina que dejó colgando a un lado de su delantal.

 —Está bien, será mejor que dejemos el tema. —Sonrió amablemente—. ¡Ahora iremos todos a comprar! Así haremos algo en familia.

 Vico se tragó sus Krispies apresuradamente.

 —Mamá, tengo que estudiar —se excusó, se levantó rápidamente de la mesa y se escabulló escaleras arriba.

 El señor Esposito se mordió el labio inferior, pensativo, mientras doblaba el periódico del día con delicadeza.

 —Cariño, creo que debería quedarme para revisar las ruedas del coche, que están fatal —explicó.

 —Bueno, no importa. —Suspiró resignada, agotada de intentar unir a aquella individualizada familia—. ¡Ahora que lo recuerdo, yo también tengo que pasarme por la tintorería! Lo había olvidado…  La mirada aterrorizada de Lali se alzó lentamente hasta dar con los ojos de su madre. La joven frunció con descaro el ceño.

 —Dime que es un chiste, mamá —exigió, y echó un vistazo al inglés—. No pienso ir sola al supermercado con eso.

 La señora Esposito resopló, poniendo los brazos en jarras. Estaba convencida de que su inquilino era un muchacho normal y atribuía su extraño comportamiento al hecho de que se había criado en una cultura diferente. Le llevaría un tiempo acostumbrarse a la vida en América.

 —«Eso» tiene nombre —le reprochó a su hija—. Llámale Peter.

 Lali miró en derredor desesperada, como buscando una salida, cualquier escapatoria válida… pero tan solo se encontró con los grises y señoriales ojos del aludido. Se dejó caer dramáticamente sobre el respaldo de su silla, lo que la hizo chirriar.

 —Vale. —Abigail sonrió como buenamente pudo—. Peter, te daré la lista de la compra a ti, que pareces más responsable.

 Él pareció emocionado ante el detalle y no tardó demasiado en huir escaleras arriba, dispuesto a arreglarse para salir a comprar.

 —Tardo cinco minutos —le dijo a Lali.

 Ella asintió con desgana, como si fuese un muñeco al que se le han acabado las pilas.

 Lali tuvo tiempo de sobra para despedirse de toda su familia, que rápidamente se fueron marchando concentrados en sus quehaceres cotidianos. Después, preguntándose qué demonios estaría haciendo el idiota de Peter, terminó viendo un aburrido documental, tumbada en el sofá, con el pequeño Whisky dormitando sobre su barriga. Cuando él apareció sonriente en la puerta del salón, se frotó los ojos al tiempo que bostezaba, intentando despejarse.

 —¿No habías dicho que solo serían cinco minutos? —le acusó, feroz—. ¡Has tardado más de una hora!

 Parpadeó y le observó detenidamente. Peter vestía unos pantalones negros con la raya exquisitamente planchada, conjuntados con los inmaculados zapatos, que brillaban con tal intensidad que casi podía ver el reflejo de su rostro. Llevaba una camisa blanca, y Lali supuso que, en el nefasto intento de dar un toque informal, había dejado que el pico de uno de los lados saliera por el extremo del pantalón. Ella rió.

 —¿Qué pasa? —preguntó Peter, cohibido y sin apartar ni un solo segundo la mirada del peligroso Whisky, que danzaba a los pies de su ama.

 —¿Es que vamos a una boda y no me he enterado?

 Peter evaluó su vestimenta, sin comprender.

 —Si apenas me he arreglado —apuntó—, ni siquiera llevo corbata.

 —¡Oh, eso lo explica todo! —exclamó ella risueña—. No quiero ni pensar cómo acudirías a una ceremonia.

 —Pues…

 Lali le interrumpió, levantándose estrepitosamente del sofá.

 —Majestad, guárdese los detalles, no me interesan —farfulló, colocándose bien la capucha de la cazadora.

 Salieron a la calle y caminaron avenida abajo en busca del supermercado, que quedaba a seis manzanas de distancia.

 —Dame la lista —le ordenó Peter alzando una mano con porte elegante.

 —¡Que te crees tú eso!

 —¡Eh, tu madre ha confiado en mí como portador de la lista! —reprochó consternado, con la expresión de un chiquillo caprichoso.

 Lali le miró divertida.

 —Pero ¿qué te piensas, que mamá ha escrito en la lista de la compra el secreto del universo o qué?

 Él frunció el ceño.

 —Me da igual, quiero mi lista —insistió—, soy el responsable —Y después la miró malicioso—, ya que tu madre cree que no eres lo bastante madura como para ocupar tal cargo.

 La joven resopló, nerviosa. Lograba sacarle de quicio por cualquier estupidez. Aquello era un infierno de carne y hueso.

 —¡Toma tu lista y métetela donde te quepa!

 —… en el bolsillo —añadió él y se la guardó delicadamente.

 Entraron en el supermercado. Lali se dirigió decidida hacia los carritos de la compra mientras Peter se quedaba pasmado, observando asombrado su alrededor. Era la primera vez que pisaba un lugar así; jamás había ido a hacer la compra, para eso le pagaban a la señorita Charlotte, su criada, que llevaba años viviendo como interna en la mansión londinense.

 Reaccionó casi con sorpresa cuando una familia con niños que gritaban pasó por su lado. Suspiró e intentó asimilar lo que veía. Aquello era alucinante; un espectáculo en toda regla. Bolas enormes y pomposas colgaban del techo, junto con numerosos carteles luminosos que exclamaban: «¡Felices fiestas!». Por si aquello fuera poco, un árbol de navidad se alzaba en la entrada del supermercado repleto de espumillones, y por megafonía se emitían villancicos populares que inundaban el recinto.

 —¿Qué haces ahí parado? —le gritó Lali.

 Él despertó de aquel profundo letargo y la siguió a paso rápido.

 —¿Quieres sacar la lista de la compra de una vez?

 —¡Oh… sí, sí!

 Extrajo la nota del bolsillo, la desdobló con cuidado y alisó una esquina que se había arrugado ligeramente. Se aclaró la garganta y dijo con firmeza:

 —Huevos.

 Lali comenzó a caminar más rápido, recorriendo los eternos pasillos segura de sí misma. En el fondo, Peter agradeció su compañía, pues si hubiese estado solo, habría acabado perdiéndose. Cuando llegaron al estante de los huevos, se quedó conmocionado ante la variedad de marcas, tamaños y envases que había. Lali cogió decidida media docena y la dejó en el carro. Peter ladeó la cabeza mientras observaba detenidamente el producto.

 —¿Piensas coger esos? —preguntó, y una mueca de asco surcó su aterciopelado rostro.

 —No es que lo piense, es que ya están en el carro.

 —Siempre puedes volver a cogerlos y dejarlos en el estante —aclaró Peter.

 —Pero es que tenemos que comprar huevos.

 —Ya, el problema es que el aspecto de esos no me gusta —apuntó, señalándolos con un dedo acusador, como si los pobres huevos estuviesen malditos.

 Lali fijó su vista en el estante, después miró al inglés confundida. Nunca lograba comprender su retorcida mente. Aunque tampoco quería llegar a hacerlo.

 —¡Qué más da! Son todos iguales, ¡solo son huevos!

 —¡Para mí no solo son huevos! Es el alimento y la proteína que voy a ingerir y que se acabará depositando en mi cuerpo. La nutrición influye muchísimo en la suavidad de la piel, ¿lo sabías?

 Ella alzó las manos, exasperada.

 —¡Oh, Dios mío! ¡Esto no es una clase de biología! Solo es una maldita caja de huevos.

 —Coge esos —le indicó Peter, señalando un envase amarillo.

 —¡Pero si son carísimos! —se quejó Lali—. ¡Valen cuatro dólares más!

 Él bufó, restándole importancia.

 —¡Cógelos! Ya recortaremos gastos en otras cosas.

 Lali terminó cediendo con la esperanza de que se callase de una vez por todas. Continuaron avanzando por los pasillos del supermercado.

 —Léeme lo siguiente —le exigió la chica.

 —Leche.

 La estantería de los lácteos se le antojó infinita. Peter pasó más de veinte minutos leyendo las etiquetas de los envases, como si fuese un inspector de sanidad.

 —¿Qué leche ha elegido, Sherlock? —preguntó Lali, al borde de la desesperación.

 —Esta. —Peter le tendió una caja.

 —¿Eh? ¿Leche fresca, sin lactosa, desnatada, ecológica? Tío, tú eres raro de cojones.

 —No soy tu tío —le recordó Peter.

 Lali suspiró profundamente, armándose de paciencia, y clavó la vista en el techo del supermercado como si esperase recibir alguna ayuda del cielo.

 —Es un decir, una frase hecha —le aclaró.

 —Ah, interesante —reconoció Peter, pensativo—. Ahora entiendo por qué el neandertal de tu hermano me lo dice a todas horas.


Capítulo 6: Excursión al supermercado II 



Lali carraspeó, para aclararse la garganta antes de hablar. Después miró al chico que la acompañaba, sosteniendo un bote de mostaza entre las manos mientras leía la etiqueta. Su ridículo traje de chaqueta llamaba tanto la atención dentro del supermercado de una modesta urbanización que todos los clientes se giraban para echarle una detallada ojeada. 

 —Peter, siento tener que decirte esto, pero deberás darte un poco de prisa con la compra —dijo, cruzándose de brazos a la defensiva—. Sé que te encantaría, pero no podemos acampar y pasar la noche aquí; cierran a las ocho. 

 —Perfecto. —Sonrió satisfecho—. Entonces aún nos quedan unas horas. 

 Ella se detuvo y soltó el carrito de la compra en mitad del largo pasillo de salsas. 

 —¿Te has vuelto loco? —gritó—. Bueno, ¡qué pregunta más estúpida por mi parte! 

 —Sí, la verdad es que sí —afirmó él, distraído—. ¡Pero cuántos conservantes tiene esto! 

 —¡Es que siempre has estado loco! 

 Peter se volvió y la miró con curiosidad. 

 —Nos conocemos desde hace veinticuatro horas, basurera, así que no entiendo qué quieres decir cuando dices «siempre». 

 —Esa es la peor parte: recordar que aún nos quedan veintinueve días por delante. Tendré que comprarme pastillas antiestrés o tapones para los oídos. 

 Peter se encogió de hombros. En realidad le daba igual. Por él como si terminaba metiéndose esas pastillas por vena. Bajo su punto de vista, aquella chica desarreglada cumplía todos los requisitos para terminar muriendo por sobredosis. No le extrañaría en absoluto encontrársela dentro de unos años en cualquier esquina, pidiendo limosna. Limosna que él no le daría, por supuesto. 

 —Mira, enfermo, tenemos que irnos —se quejó—. No pienso pasar mi primer día de vacaciones en un supermercado. Existen cosas más interesantes en la vida. 

 —¿Como qué? —Peter alzó una ceja, intrigado. 

 —Oh, ¿es que jamás haces nada divertido? 

 —Bueno, da igual, si así fuese tampoco sería asunto tuyo —farfulló con un delirante desinterés—. Y ahora, si no te importa, deja que termine de leer los componentes de la salsa roquefort. 

 Lali murmuró algo por lo bajo, irritada. Se despidió de Peter indicándole que le esperaría en las cajas y le dejó a solas en mitad del pasillo. Aguardó mientras observaba cómo una muchacha rubia cobraba la compra de los clientes sin demasiada amabilidad. Desesperada, terminó rezando y pidiendo que Peter llegara pronto. Si no lo hacía, pensaba marcharse sin 
miramientos; poco le importaba lo mucho que su madre la reñiría. En todo caso, lo único que la asustaba levemente era que la señora Esposito la castigara sin salir con sus amigos, teniendo en cuenta que acababan de empezar las vacaciones. 

 Media hora después, el inglés apareció por el pasillo de la derecha, con el carro repleto de comida como si se acabase de declarar la tercera guerra mundial y tuviesen que recolectar suministros para medio continente americano. Lali le miró intrigada. 

 —¿Se puede saber cómo vamos a pagar todo eso? —preguntó, señalando las extrañas hamburguesas sin carne, algo que le pareció totalmente contradictorio. 

 —¿Es que tu madre no te ha dado dinero? —Peter se encogió de hombros. 

 —Sí, pero lo que me ha dado no llega para pagar todas estas pijerías —se quejó, consternada—. Vuelve a dejarlas en su sitio —añadió, al tiempo que reparaba en un desagradable trozo de queso sin sal que yacía al lado de un paquete de algas marinas ricas en vitaminas. 

 Peter la miró hosco, sin ninguna intención de devolver nada a su lugar. 

 —Pues ve al banco a sacar dinero —le ordenó, con aire diplomático. 

 —Pero ¿qué demonios te has creído? ¡No somos ricos, no podemos permitirnos todos estos caprichos, somos una familia de clase media! 

 —No hace falta que medio supermercado se entere de vuestra situación económica. A nadie le interesa —objetó, ante los gritos de Lali. 

 La muchacha respiró hondo, intentando calmarse. Era agotador mediar con aquel imbécil. Se armó de paciencia, procurando que entrase en razón. 

 —El problema es que no tenemos suficiente dinero —dijo, hablando claro, despacio y alto—. Así que algo tendremos que hacer. 

 Él la miró sin comprender. En la vida de Peter jamás se había presentado ningún contratiempo que tuviese que ver con el dinero. Nunca le habían negado nada, mucho menos si se trataba de comida, algo absolutamente necesario para vivir. Por lo tanto, la familia Esposito le estaba negando la vida. 

Suspiró, frustrado. 

 —Le pediremos a la chica de la caja que sea solidaria con nosotros —concluyó, sonriente. 

 —Pero ¿tú en qué mundo vives? —Lali le miró extrañada—. Aquí nadie regala nada. Tienes que pagar todo lo que compras. 

 Peter, pensativo, observó a la muchacha rubia de la caja. Lali siguió el eje de su mirada, advirtiendo a dos chicas de su edad, de aspecto delicado, que cuchicheaban con la vista clavada en el inglés. 

 —Te están mirando fijamente —objetó Lali, extrañada. 

 Él sonrió ampliamente, mostrándole su blanca dentadura. 

 —Claro que me miran, todo el mundo lo hace. 

 —¿Qué? 

 —Es por mi cara —dijo señalándose el rostro—. Siempre les resulto atractivo. 

 —Estás demente. 

 Peter, con gesto seductor, les guiñó uno ojo a ambas jóvenes, que terminaron riendo tontamente mientras se ruborizaban. Lali pestañeó, sorprendida. No comprendía que alguien tan insoportable como él pudiese resultar atractivo. Le miró fijamente, intentando encontrar aquel punto de belleza. Sí, bueno, tenía el cabello de un rubio dorado; bien, aquello podía pasar por aceptable. Lo ojos también, grisáceos. Su forma de mirar anunciaba a leguas de distancia que era un cabrón en toda regla. Y, supuso, aquello solía atraer a chicas de cabeza hueca. Resopló, molesta por la repentina atención que había despertado el inglés. 

 —No es momento para firmar autógrafos —le indicó, señalando el abarrotado carro de la compra—, tenemos problemas más serios de los que ocuparnos. 

 Él enarcó una ceja, divertido. 

 —¿Estás celosa? 

 Lali sintió verdaderas ganas de estrangularle, de apretar con fuerza aquel delicado cuello de cisne señorial. Le dirigió una mueca burlona. 

 —¿Es que existe alguna razón por la cual pueda sentir celos? ¿Celos de qué, exactamente? ¿De tener que convivir bajo el mismo techo que un pirado? No, te aseguro que no —puntualizó—. Si ahora mismo esas chicas me diesen tres dólares por ti, te vendería sin lugar a dudas. 

 Peter sobreactuó haciéndose el dolido, abriendo desmesuradamente los ojos al tiempo que se llevaba una mano al corazón. 

 —¿Tres dólares? ¿Eso crees que valgo? —protestó. 

 Ella sonrió de lado, satisfecha. 

 —No es lo que vales tú, idiota, cobraría tres dólares porque te vendería con el traje incluido. Y, ciertamente, tiene pinta de ser caro. 

 Los fulminantes ojos grises de Peter se convirtieron en dos pequeñas rendijas brillantes. Aquel punto irónico de Lali no le había gustado en absoluto. Lo consideraba bueno, sí, era una magnífica salida. Y eso, obviamente, desestabilizaba la situación. Suspiró, con una idea divagando en la cabeza. 

 —Es una pena que no pueda decir lo mismo de ti —musitó, con falso gesto apenado—. No podría venderte, tendría que regalarte. Dudo que nadie fuese a darme nada por tu ropa. Es más, dudo que nadie aceptase mi regalo, por mucho que insistiese. Yo no lo haría si estuviese en su pellejo. 

 Lali cerró con fuerza los ojos, tranquilizándose mentalmente. No soportaba más el simple hecho de oír su suave vocecilla inocente. Se apartó el pelo de la cara, abrumada, antes de volver a señalar por cuarta vez consecutiva el carrito de la compra. 

 —Tenemos que pagar eso, desgraciado —le recordó. 

 —¿«Tenemos»? —Simuló mirar a su alrededor—. Querrás decir «tienes que pagar». 

 —¿Qué? ¡Pero si has sido tú quien ha cogido todo lo que hay ahí dentro! 

 Las dos muchachas que minutos atrás miraban embelesadas a Peter ahora se habían girado, y prestaba mayor atención a la situación, como si se tratase de un culebrón. 

 —Pero ¿a mí qué me estás contando? —Él se encogió de hombros—. Tú madre te ha responsabilizado a ti de comprar la comida, yo solo te acompañaba. Si no has sabido apañártelas no me eches ahora la culpa. —Sonrió malévolo—. Va siendo hora de que empieces a madurar, Lali. 

 Le miró anonadada. Estaba de broma, ¿no? Porque, de no ser así, terminaría por volverse loca. Algo se encogió en su estómago cuando volvió a recordar que todavía le quedaban veintinueve días por delante junto a Peter. Era la peor de las pesadillas. 

 —¿No llevas nada de dinero encima? —preguntó; comenzaba a sentirse débil y maltrecha. Tenía ganas de llorar, pero logró reponerse alzando con firmeza el rostro, orgullosa. 

 —No. Absolutamente nada. Cero. 

 —Genial. —Suspiró pesadamente. 

 Entonces se acercó decidida hasta el carrito de la compra, se lo arrebató a Peter de las manos y se dirigió hacia los pasillos del supermercado. 

 —Pero ¿qué haces? —preguntó él, atónito. 

 —Ya que tú no quieres colaborar, lo haré sola: voy a dejar toda esta mierda light en su lugar —anunció satisfecha. 

 Él la alcanzó corriendo. Extendió las manos frente a ella para impedirle avanzar. 

 —¡No lo harás, rata inmunda! —masculló con voz áspera. 

 —Ya lo creo que sí. —Lali comenzó a silbar animadamente con la finalidad de sacar de quicio al joven. 

 Cogió un cogollo de lechuga y, tras leer la enorme etiqueta en la que se especificaba que había sido cultivada en un invernadero ecológico, la dejó en el estante con el resto de las lechugas. 

 —¡No! —gritó él, llevándose las manos a la cabeza. 

 —Tranquilo, sobrevivirás sin tu lechuga. 

 Peter lo recogió y la siguió contrariado, sosteniendo el cogollo entre las manos como si fuese un bebé recién nacido que necesitase mimos. 

 —¡Está bien! Iré al banco —dijo al fin, rindiéndose ante la satisfecha risita de Lali—. Yo pagaré la compra. 

 —Así me gusta. —Ella asintió orgullosa—. Veo que vas mejorando. 

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Las amo, gracias por comentar. SON LO MAS!!!!!
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Besos y abrazos ♥



5 comentarios:

  1. quiero maaaaaaaassssssssssss!!!!!!!!!!!!!! subi maaaaasssssss!!!!!!!!!!!

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  2. Esta genial más mas más más más más más más más más más mas mas mas mas mas mas

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